La terrible tragedia ferroviaria de Santiago de Compostela ha animado miserias políticas, errores económicos y fantasías sociales.
En cuanto a las miserias políticas, algunos intentaron sacar partido de los muertos cuando incluso no había sido contado el último de ellos. Así sucedió con una dirigente del PSOE, que llegó a decir que el accidente se debía a los recortes del PP. Es una persona capaz de escribir, por ejemplo: “Siempre digo que en España quemamos pocas iglesias y matamos pocos curas”. En otros niveles, también desvariaron quienes utilizaron la labor de los funcionarios como prueba de que aumentar el gasto público siempre es bueno, justo e imprescindible (y gratis); como si la coacción fuera la única manera de conseguir servicios públicos y como si la movilización voluntaria y (esa sí) gratuita de miles de ciudadanos en toda España en apoyo a las víctimas no probara que la sociedad puede organizarse espontáneamente para hacer frente a los males más atroces.
El error económico estriba en vincular de modo automático tragedias con inversiones, e inversiones con sector público. La realidad es más complicada. No digo que no haya ninguna relación: es razonable afirmar que un mismo huracán dará lugar a más víctimas en Haití que en Estados Unidos, y que esto tiene que ver con las diferencias de riqueza, que se traducen en más y mejores inversiones en EEUU que en Haití. Pero eso no significa que los gobiernos puedan aumentar la seguridad sin límite con sólo aumentar el gasto. Lo normal, por el contrario, es que lo vayan aumentando, y lo hagan proporcionalmente más, a medida que aumenta la prosperidad del país, prosperidad que no es debida al aumento de dicho gasto, sino al revés. Similar miopía, como apuntamos antes, afecta a quienes creen que si no hay inversiones públicas no hay inversiones, olvidando que todos los servicios públicos fueron originalmente privados, y dejaron de serlo porque el Estado los ocupó, no porque fueran inexistentes o inherentemente ineficaces e incapaces de atender a las necesidades de los ciudadanos.
Y la principal fantasía social, que florece como nunca cuando un hecho luctuoso nos sacude, es que no puede haber accidentes. Y los hay, y no sólo en los países pobres, a pesar de que algunos hablan como si no hubiese habido tragedias ferroviarias en Alemania. No entienden que puede haber tal cosa como un accidente, es decir, “suceso eventual que altera el orden regular de las cosas”, o “acción de la que involuntariamente resulta un daño para las personas o las cosas”. En nuestra fatal arrogancia, pensamos que todo en la sociedad responde a un orden, una organización, una voluntad. La conclusión de este soberbio delirio es que no hay tragedias accidentales debidas a individuos aislados: todas son provocadas conscientemente por alguien, generalmente por la acción u omisión de los gobernantes.