La humareda a propósito de los errores estadísticos de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff ha conducido a algunos a negar cualquier impacto de la deuda sobre el crecimiento, aduciendo que sus críticos han demostrado que no existe correlación relevante entre una deuda pública superior al 90% del PIB y un menor crecimiento. Vamos, que cualquier país podrá superar ese umbral sin que caiga la actividad, sin que sea menester un ajuste y, por supuesto, sin afrontar una bancarrota. Y tras este baile entran los números circenses de quienes hablan de “austericidio” y proclaman que ha quedado confirmado que no importan ni el déficit ni la deuda, aunque a veces añaden, como para remachar un argumento incontestable, “siempre que se gasten bien”, porque se debe pasar de la malvada austeridad a las “políticas de crecimiento”, un crecimiento que está al alcance de la mano si tan sólo los políticos gastaran más y se endeudarán más (a veces se matiza, con aire de quien tiene en cuenta todas las variables, “un poco más”). Si se habla del déficit, inmediatamente aclaran que se resuelve subiendo los impuestos y añaden a toda prisa que el castigo sólo sería aplicable a “los ricos”.
Es un camelo de principio a fin, pero un camelo que conviene a los políticos, a los burócratas y a todos los que opinan a su socaire. Les viene bien porque, en efecto, las deudas públicas ya superan el 90% del PIB en varios países, y los gobernantes pueden presentarse como eximios estadistas que, cumplida la responsabilidad del ajuste, ahora nos van a hacer crecer como un tiro. La ficción parte del propio estudio de Reinhart y Rogoff, que no dice que no habrá crecimiento superado ese umbral, y de los tres economistas que lo criticaron, que también reconocen que las tasas de crecimiento se moderan con el aumento de la deuda, aunque el umbral sea superior, ya sea del 120 %, por ejemplo, u otra cifra que algunos países han alcanzado o incluso superado largamente, como Japón. Esto, que es el fondo del asunto, no es negado por nadie, incluido Krugman. Con lo cual, la alegría gastadora tiene hoy la misma nula justificación que el año pasado.
Asimismo, las protestas contra el “austericidio” ignoran tanto las investigaciones de Alberto Alesina y otros, que subrayan el carácter no contractivo de las reducciones del gasto público, como la evidencia de que no ha habido austeridad entendida sólo como bajada del gasto, sino principalmente como subida de ingresos (impuestos y deuda). Subir el gasto no anula las políticas anteriores, que son las que han frenado y revertido el crecimiento. Si no hay crecimiento, y esas políticas supuestamente expansivas lo obstruyen, llega un punto en que la cuota ascendente que absorben en los Presupuestos los intereses de la deuda lleva a los Estados a alternativas políticamente más costosas que los pasteleos habituales, ajustes cosméticos y centrifugaciones varias, como la mutualización de la deuda: más impuestos sobre la mayoría de los ciudadanos, menos gastos en capítulos “sensibles”, inflación e impago.
La alegría gastadora tiene hoy la misma nula justificación que el año pasado