Uno de los argumentos del intervencionismo predominante es que no debemos pagar los costes que nos impone el mal uso de la libertad ajena. Ha vuelto a plantearse a propósito de la posible relajación en los casinos de la ley contra los fumadores. Se nos avisó de que no podemos “bajar la guardia” ni “retroceder en una ley que funciona”, como si la coacción política fuera un asunto menor a la hora de explicar el “funcionamiento” de la ley. O “la salud de todos está en juego” o “la vida no tiene precio”, como si la libertad fuese gratuita o baladí.
La reflexión económica pasa por el coste del tabaquismo y por la cuestión crucial de quién lo paga. No entraré en la cuestión estadística, que posiblemente respalde a los liberales, porque el alarmismo en el caso del tabaco puede ser tan exagerado como en aquellos en los que se aplica un razonamiento idéntico, como en los accidentes de tráfico y todas las obligaciones que, con esa excusa, se han impuesto o se impondrán, como los cascos a los ciclistas urbanos, asunto también debatido estos días.
Me concentraré sólo en el argumento a primera vista poderoso de que usted no puede decidir fumar porque a mí me forzarán a pagarle el hospital. Su decisión debería ser libre según el célebre self-regarding principle de Mill: “El único propósito por el que puede ejercitarse con pleno derecho el poder sobre cualquier integrante de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para impedir que dañe a otros. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente”.
Pero ese principio es insostenible: casi todo lo que hacemos afecta a los demás. Mill lo intentó abordar desde el punto de vista utilitario y fracasó, al eludir los derechos no legales y el papel del Estado. Al final, la confusión acabó por facilitar las vastas usurpaciones del moderno Estado opresor, que paradójicamente protege nuestra libertad arrebatándonosla, entre otras razones por la mencionada externalidad: usted no puede ser libre para fumar porque resulta que a mí me obligan a pagar su curación.
El intervencionismo convencional está muy satisfecho con esta idea, que al parecer lo mantiene al margen de un supuesto ultraliberalismo anarcoide. No debería sonreír tanto, empero, porque el argumento no reconoce lo obvio: la externalidad es generada por la coacción del propio Estado, que después se presenta para “resolver” el problema que él mismo ha creado, y someter a la población a chantajes que nunca tienen otra solución que el incremento de la misma coacción.
La conclusión es inquietante y devastadora para el pensamiento único. Si usted puede ser libre para fumar sólo si yo puedo ser libre para no financiar la sanidad pública, podríamos hacerlo los dos a la vez y ser, efectivamente, libres ambos.
El Estado, para “resolver” problemas que él mismo ha creado, somete a la población a chantajes