Robert Skidelsky, el biógrafo de Keynes, publicó con su hijo Edward en Standpoint una réplica a Karen Horn, cuya defensa del liberalismo fue glosada en EXPANSIÓN por mi vecino de página Tom Burns Marañón. Presentan dos argumentos. El primero de ellos subraya que si el Estado tiene fallos, también los tienen las empresas privadas, en particular las grandes, afectadas por el problema del principal y el agente, de modo que en ellas “es casi imposible para los propietarios cambiar las estrategias de los gestores”.
Es una vieja idea que se remonta hasta Adam Smith, pero que en el último siglo lanzaron Berle y Means en 1932, y recogieron más tarde Burnham y Galbraith. El sustrato común es que la propiedad privada no vale en nuestro tiempo como antes, sea porque los directivos hacen de su capa un sayo ignorando a los accionistas, sea porque los monopolios acaban con la libre competencia, y al final da lo mismo el Estado que las grandes empresas y los ciudadanos ven su libertad y propiedad condicionados por el poder de la “tecnoestructura”, como dice Galbraith. No es casual que los marxistas Baran y Sweezy celebraran a Berle y Means. Los Skidelsky se hacen fuertes en esta tradición, que puede multiplicarse con la teoría de los fallos del mercado, tras la que tantos economistas se acomodan.
Mi respuesta a esta idea es doble. Por un lado, las empresas y el Estado pueden anudar toda suerte de colusiones, pero no son iguales; ninguna empresa ostenta de por sí el monopolio de la violencia legítima; aunque los accionistas no tengan sobre los ejecutivos el poder del empresario propietario, pueden abandonar la empresa y vender sus acciones; nadie puede abandonar el Estado. Por otro lado, ningún fallo del mercado justifica de por sí la intervención del Estado, por más que este non sequitur sea ampliamente perpetrado.
El segundo argumento ataca directamente a los liberales: “Los hayekianos quieren conservar la tarta y comérsela: si el Estado falla, eso es inherente al Estado; si el mercado falla, es por culpa de la interferencia del Estado”. Si el liberalismo emprende una defensa de este estilo, es insostenible, como bien subrayan los Skideslky.
Aquí la cuestión estriba también en la equiparación entre Estado y mercado, a los que se reduce a una única dimensión instrumental. Se trata, nos dicen, de dos herramientas y, por tanto, la elección entre ambas es una cuestión técnica. Ya no se defiende que la economía deba estar en manos del Estado, sino que prevalece el pensamiento fofo y centropoide, que alega que el ideal es el “equilibrio entre el Estado y el mercado”, y ya abrimos todo el debate técnico que usted quiera. La falacia, empero, radica en que la libertad, que es lo que está realmente en juego, no es un medio, sino un fin.
Ningún fallo del mercado justifica de por sí la intervención del Estado