Margaret Thatcher era mujer y demócrata. Se presentó a varias elecciones y las ganó limpiamente con un amplio respaldo de las trabajadoras y los trabajadores. ¿Por qué la odian tanto, pues? Porque no era obediente, y eso es una grave falta para el pensamiento único, que sólo ama a las mujeres sumisas, con la pata quebrada y en la casa común del pensamiento único progresista.
Su espíritu crítico explica que no haya sido una heroína. No era simplemente una mujer, sino además una gran feminista, que gustaba decir: "Si usted quiere que algo se diga, pídaselo a un hombre. Si usted quiere que algo se haga, pídaselo a una mujer". Y sin embargo, las feministas no sólo no la respetaron sino que le dedicaron una multitud de insultos. De hecho, la denigraron acusándola de… ¡no ser una mujer sino un hombre! No podía ser una dama sino una dama… de hierro.
Dirá usted: sus políticas fueron muy peculiares y contestadas. Veamos. Sin duda recibió una gran contestación en la calle y los medios de comunicación, dos ámbitos donde refulge el progresismo, y donde es difícil encontrar voces discordantes. Sin embargo, "la calle" aquí, como siempre, no quiere decir "la gente", ni "el pueblo" sino la movilización a cargo de la izquierda y en torno a sus tópicos.
Política económica
Además, tampoco las medidas de la Thatcher fueron tan extraordinarias. Es verdad que privatizó empresas públicas, pero esa medida no fue excesivamente original. De hecho, en su tiempo todos los gobernantes la adoptaron. A menudo se olvida que en España no fueron los conservadores los que privatizaron el INI, sino los socialistas bajo el mando de Felipe González, a quien jamás la izquierda denostó llamándolo "ultraliberal", que es lo más suave que le dijeron a la jefa del gobierno británico en esos años, y después.
No es, en efecto, su agenda de política económica la que la convirtió en la bestia negra de los progresistas. De hecho, ella subió los impuestos, pero al progresismo le dio igual. La gestión concreta de sus gobiernos tuvo desde el punto de vista liberal sus luces y sus sombras, y la izquierda pudo haberse aprovechado de las segundas, de su intervencionismo y su nacionalismo, que desplegó en la Guerra de las Malvinas, originada por la dictadura militar de mi país natal. Pero no lo hizo nunca. En cambio, siempre le negó a Margaret Thatcher el pan y la sal.
¿Por qué? Porque, repito, no obedecía y además le daba igual. Si consideraba que el general Pinochet había sido un amigo de Gran Bretaña, lo apoyaba sin que le importara la catarata de insultos que recibió. Por cierto, muchos progresistas que la pusieron a caer de un burro consideraban que Pinochet era un dictador pero Fidel Castro no: son ellos los que, según han ido muriendo, han recibido incontables elogios por su "compromiso".
Thatcher estaba comprometida, pero no con las ideas que el progresismo aprueba, y esto resulta imperdonable. Con todos sus defectos, que los tuvo, la señora Thatcher siempre defendió la misma posición frente al comunismo: es un sistema empobrecedor y criminal. No hallará usted muchos otros políticos que hayan planteado y sostenido de modo coherente este punto de vista, sobre todo antes de 1989. Después cayó el comunismo y hasta muchos izquierdistas hubieron de aceptar que, efectivamente, sus ideas se habían concretado en dictaduras asesinas. Thatcher lo dijo siempre, como lo dijeron siempre Ronald Reagan y Juan Pablo II, que forman con ella el trío que más detesta el pensamiento antiliberal, precisamente por eso, porque cuando cayó el Muro de Berlín, las trabajadoras y los trabajadores no se acordaron de los políticos de la izquierda, no se acordaron de los socialistas, los sindicalistas y los comunistas que tantos paños calientes habían aplicado a las autoridades que los habían oprimido durante décadas. Se acordaron, en cambio, del presidente americano, del Papa polaco… y de esa política inglesa que murió ayer. Descanse en paz.