El dinero es lo más opuesto al liberalismo. Su historia es la de un inveterado objeto de deseo (y de recaudación) del poder político, que invadió la moneda y las finanzas hasta hoy de modo creciente y con gran éxito doctrinal: el grueso de los economistas -también muchos liberales- no conciben que el dinero no sea lo que es: un monopolio de los gobernantes, controlado por organismos públicos y monopólicos llamados bancos centrales. Si se les sugiere que esto es contingente, llegan a ponerse muy nerviosos, a proclamar que si no fuera lo que ahora es no habría dinero y volveríamos al trueque, y a perorar sobre las externalidades y otros fallos del mercado.
Sin embargo, el monopolio público de la moneda no es imprescindible, los bancos centrales tampoco son conditio sine que non para que funcione el mercado, no se necesita un prestamista público y monopólico de última instancia, y su independencia del poder político es más ficción que realidad. G.P. O'Driscoll lo recordó esta semana en el Wall Street Journal, subrayando también que Lombard Street (1873) no proclama la necesidad de la banca central, que para Walter Bagehot no era natural, ni inevitable, ni deseable (Debunking the Myths About Central Banks, http://goo.gl/yIEbp).
Pero entonces ¿tiene sentido defender el euro y el Banco Central Europeo desde el liberalismo? Lo tiene, aunque sólo si lo comparamos con el nacionalismo monetario, la recuperación de la peseta y su consiguiente devaluación: abordé el tema en Las reliquias bárbaras -El Imparcial, 10 febrero de 2012 (http://goo.gl/uQi9S)-, y lo ha hecho Jesús Huerta de Soto en In Defense of the Euro (http://goo.gl/J9Ls4) y en un nuevo documental de Amagi Films de próxima aparición (http://goo.gl/92mm0)
Igual que con el patrón oro en los años 1930, hoy numerosos enemigos de la libertad se alían contra el euro precisamente por lo que tiene de bueno: por su efecto disciplinador sobre las políticas monetarias y fiscales. Por eso tantos antiliberales de izquierdas y derechas reclaman el abandono del euro, porque la devaluación inflacionaria facilita el engaño político, la licuación de pasivos y la recaudación tributaria encubierta. El euro, por tanto, no es el ideal, sino que esa alternativa es peor, y son cuestionables los ejemplos que, como el caso de la Argentina, suelen traerse a colación para demostrar que no lo es.
Dos notas finales sobre quienes defienden el euro, pero desde el antiliberalismo prevaleciente por doquier. La primera, inquietante, es la urgencia con la que invocan la necesidad de una unión política, cuando esas uniones no dan lugar a políticas monetarias mejores, como se ve en el caso de los Estados Unidos. La segunda, entretenida, es la incomodidad con que van advirtiendo que su propia criatura, el euro, se ha convertido en un obstáculo para la expansión ilimitada de sus proyectos usurpadores de libertades y haciendas privadas.
Para Walter Bagehot, la banca central no era natural, ni inevitable, ni tampoco deseable