Las ideas totalitarias de los revolucionarios franceses marchan con buen pie y con una sonrisa, aunque ya sin guillotina. La denuncia de Constant contra la "libertad de los antiguos" apunta al antiliberalismo, que remonta a la Antigua Grecia, porque también para los ilustrados radicales la libertad no es un ámbito individual sino colectivo, que estriba en la participación en la política. Dijo Robespierre: "La libertad consiste en la obediencia a las leyes" (Revolución jacobina, pág. 16). Enlaza con los socialistas de toda laya en su rechazo a "los demonios de la riqueza" y en la pasión por la igualdad mediante la ley, que abre la puerta al derecho tuitivo, típico de las sociedades intervenidas contemporáneas, y una pléyade de coacciones políticas y legislativas: "La balanza de la justicia debería inclinarse a favor de los menos acomodados" (pág. 20). La defensa de los ciudadanos no es su propiedad, que sólo defienden "ricos, acaparadores, especuladores" (pág. 100) y, en unas líneas que incluirían todas las constituciones, añade: "El derecho de propiedad está limitado, como todos los demás, por la obligación de respetar el derecho ajeno" (pág. 101), que no es de una persona sino del conjunto, es decir, del Estado; también muchas constituciones comparten con Robespierre la imposición progresiva con un mínimo exento. Pensaba Robespierre, y piensan todos los políticos desde entonces, que los beneficios y retribuciones no son de cada persona sino del Estado ("función social" dice nuestra Constitución).
El catálogo de intervenciones brotaba para Robespierre, como brota ahora, no con guillotina sino con la cálida sonrisa del poder legitimado democráticamente, de la más antiliberal de las nociones: la moralización de la política como concepto irrefutable avalado por la historia y la naturaleza. Dijo en febrero de 1794, tras ríos de sangre inocente vertida en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad: "En nuestro país queremos sustituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, las conveniencias por los deberes, la tiranía de la moda por el dominio de la razón… la vanidad por la grandeza de ánimo, el amor al dinero por el amor a la gloria… En una palabra, queremos realizar los deseos de la naturaleza, cumplir los destinos de la humanidad" (pág. 137).
Los anticomunistas de la primera mitad del siglo XX (como lo habían sido los conservadores del siglo anterior) fueron a menudo críticos con el "Siècle des Lumières" y en particular con la Revolución Francesa. Esto, que visto desde hoy parece ridículo, tenía sentido. No se trataba sólo del horror de los crímenes de los revolucionarios franceses: los revolucionarios de 1917 establecieron un explícito paralelismo con los de 1789. Los comunistas solían terminar sus actos cantando La Marsellesa, y la revista que dirigió Lenin se llamó Prosveshcheniye, es decir: La Ilustración.
Muchas constituciones consagran la imposición progresiva con mínimo exento