En los intentos de la izquierda para rehabilitar a Robespierre se ha llegado a elogiar la "colosal idea" de los revolucionarios franceses de formar un pueblo libre -análoga a la arrogante fantasía de crear "el hombre nuevo". Eso sí, los marxistas eluden mirar a la cara al crimen masivo que estos delirios siempre engendran. Así, Umberto Cerroni habló de la "grandeza histórica" de Robespierre, que sólo se equivocó porque pensó en términos políticos en la Francia de finales del siglo XVIII, y por eso "se encontró con la dureza de sus estructuras económico-sociales". Él se encontró, en efecto, con la dureza de la ejecución, pero antes forzó a muchos otros a que la padecieran. Lo hizo él, no una "estructura".
Mientras Robespierre proclama "hago de la libertad un ídolo" (La revolución jacobina, p. 35), añade: "Los pueblos ya no juzgan como las cortes de justicia; no dictan sentencias, lanzan el rayo; no condenan a los reyes, sino que los convierten en nada. Y esta justicia vale tanto como la de los tribunales" (p. 77); o sea: "Luis debe morir, porque es necesario que la patria viva" (p. 84). La Revolución no es una "dictadura" (p. 89), que es un invento de "los burgueses aristócratas que sienten horror por la igualdad y que incluso temen por sus propiedades" (p. 85) y protestan "contra la justicia revolucionaria que inmoló a los Montmorins" (p. 89), púdica forma de hablar de las masacres de septiembre de 1792, con 1.200 asesinados, entre ellos los hermanos Montmorin.
En cambio, no cuida su lenguaje al atacar la propiedad, como atacan siempre los enemigos de la libertad. Robespierre defiende la reforma agraria porque la "enorme desproporción entre las fortunas es la fuente de muchos males y crímenes" (p. 99). Los crímenes fueron por la desigualdad, odiosa como los empresarios: "Preguntad a cualquier mercader de carne humana qué es la propiedad; os dirá, señalando a ese largo féretro que llama nave, en el interior del cual ha encajonado y encadenado a unos hombres que parecen vivos: 'Ésta es mi propiedad. La he comprado a tanto por cabeza'" (p. 100). Todo el lenguaje de crueldad y muerte se refiere a la propiedad y al comercio. Las matanzas revolucionarias son "justicia" que apenas "inmola", vamos, que sacrifica por una buena causa…
Esa buena causa permite enlazar la revolución con la etapa posterior a sus matanzas, que llega hasta hoy: "El principio fundamental del gobierno democrático o popular es la virtud" (p. 138) y la igualdad, "este sublime sentimiento presupone la prioridad del interés público sobre todos los intereses particulares" (p. 139). Todos.
La explícita moralización de la política y la legislación no sólo subyace al antiliberalismo más genocida; también informa el de nuestro tiempo, que ya no derrama sang impur, pero al que le quedan más ecos de Robespierre de lo que a primera vista parece.