Visto el antiliberalismo atrabiliario y sistemático de los sindicatos, el intentar una aproximación entre sindicalistas y liberales parece una pura extravagancia. Sin embargo, sospecho que una forma de evitar precipitarse aún más en el descrédito es pasar de liberados a liberales. De hecho, la propia figura del liberado sindical era casi desconocida para el grueso de la opinión pública hasta hace poco. Ahora, en cambio, es moneda corriente entre los ciudadanos, y no precisamente una moneda muy apreciada. Más bien, al contrario, ha servido para apuntillar el prestigio que los sindicatos han ido perdiendo desde el final de la dictadura franquista.
Esto es paradójico, porque debería haber sucedido lo contrario. Una forma de analizarlo es contemplar la ayuda estatal como el abrazo del oso, que explica el descrédito paralelo al de los sindicatos que ha registrado otro grupo cuya reputación debería haber mejorado: los políticos. En cambio, se ha hundido, igual que la de los sindicalistas, y conjeturo que por las mismas razones. La imagen de sindicalistas y políticos, en efecto, no está asociada a la de personas que defienden a los ciudadanos sino justo a lo contrario: a personas que se aprovechan de los ciudadanos, que viven de sus impuestos y que gozan de toda suerte de injustos privilegios, como la de estar liberados del mismo yugo laboral que comparten el resto de los españoles. Así, a más democracia popular menos popularidad de esos dos grupos tan firmemente asociados con ella. El fenómeno puede guardar relación con la pérdida de libertad de los ciudadanos, también paradójicamente vinculada a la democracia, que se suponía que la iba a garantizar, y que en cambio se ha traducido en reducciones de esa libertad, desde la impresionante subida de los impuestos hasta toda clase de controles, multas y prohibiciones de unas Administraciones que han crecido hasta volver irreconocible el Estado español de mediados de los años 1970.
Ahora imaginemos un sindicalismo liberal -por cierto, el primero que lo defendió fue Adam Smith (La riqueza de las naciones, Alianza, págs. 110-112). Imaginemos que los sindicalistas no tuvieran ningún privilegio, que sólo vivieran de las cuotas de los afiliados, que no existieran los liberados, que jamás violaran la libertad de los demás trabajadores, que nunca defendieran los derechos de unos trabajadores proponiendo violar los derechos de otros, que nunca ejercieran la violencia sobre nadie, que siempre exigieran que bajaran hasta un mínimo, o incluso que desaparecieran, los impuestos que pagan los trabajadores (empezando por el IRPF y el IVA), y que nunca hicieran huelga perjudicando a los ciudadanos.
Dirá usted: eso de pasar de liberados a liberales acabaría con la estructura actual del sindicalismo. No lo sé. Sí sé que en ese caso los sindicalistas volverían a gozar de algo que han perdido masivamente y que igual debería importarles recuperar: el aprecio de los trabajadores.