La editorial sevillana Alfar reunió hace poco en un mismo volumen dos breves e interesantes clásicos del antiliberalismo: "El mercado", que el autor socialista estadounidense Edward Bellamy publicó en 1897, y "Miseria de los zapatos", del mucho más célebre escritor británico H. G. Wells, que apareció en 1907.
"El mercado" es una parábola engañosa desde el principio: los malos son los que tienen, que subordinan a los que no tienen, la vieja patraña de que propiedad equivale a dominación. El intercambio solo existe como una suma cero. A partir de ahí, todo es coser y cantar, claro. Entre acusaciones a la ciencia lúgubre (e incluso una alusión a Jevons con las manchas solares), se suceden las caricaturas de los infames capitalistas, el odio a la caridad, y la asociación entre capitalismo y esclavitud, precisamente abolida bajo el capitalismo. El socialismo es un paraíso igualitario: el fruto del trabajo "lo repartiréis como hermanos, recibiendo cada uno lo mismo". El poder será electo y abnegado, y los políticos no serán amos crueles como los empresarios, "sino nuestros hermanos y nuestros mandatarios para hacer nuestra voluntad". Y no serán usurpadores sino modestos cooperativistas: "No se quedarán con los beneficios, sino que recibirán su parte como los demás". En fin, al menos estos hombres escribieron antes de que el socialismo mostrara en la realidad que es empobrecedor y criminal. Muchos, en cambio, escribieron después, y lo ignoraron.
El relato de H. G. Wells es más sutil. Apela al engaño de la educación y a la culpa de las personas porque otros están peor (Adam Smith desmontó esta hipocresía en "La teoría de los sentimientos morales"). Hay pobreza por culpa de "un mundo mal gobernado… mal repartido". No reclama la absurda igualdad absoluta sino una mejoría de los pobres. El obstáculo ante una meta tan inobjetable, como siempre, estriba en la propiedad privada y los beneficios de unos empresarios codiciosos que no se conforman con cobrar "un simple salario". La culpa es de una minoría de propietarios "parásitos… sanguijuelas", que son la "única causa" de la miseria, y su raíz es el lucro de los ricos, a los que hay que subir los impuestos. Vamos, parece el último libro de Stiglitz.
¿La solución? "Que el Estado tome el suelo, los ferrocarriles, los barcos y otras muchas empresas a sus empresarios que no las usan más que para usurpar al pueblo para sus estériles gastos privados, y deberían por el contrario administrar estas cosas generosa y esforzadamente, no para la ganancia sino para el servicio".
Los izquierdistas no ocultaban entonces su elitismo y desprecio hacia los trabajadores, y Wells dice: "lo que me parece un obstáculo grande para el socialismo es la ignorancia, la falta de valor, la estúpida falta de imaginación de la gente pobre, demasiado tímida y demasiado vergonzosa y torpe, para considerar algún cambio que les salve".