Dejaremos atrás la pandemia, si Dios quiere. Y espero que también quiera ayudarnos a contener la expansión del virus de la posverdad.
Ante el COVID-19, el grueso de la sociedad reaccionó con rapidez, aprovechando la tecnología, y el resultado ha sido un daño en términos sanitarios y económicos mucho menor del que un virus semejante pudo haber causado y de hecho causó en el pasado. Desde la óptica del periodismo, aunque ciertamente con la ventaja de que no pocos de nosotros estábamos acostumbrados a practicar el oficio a distancia, un porcentaje considerable aprendió a hacerlo a gran velocidad, desde el teletrabajo hasta las reuniones por zoom.
Por hablar de casos que me son muy cercanos, hubo meses en los que Carlos Alsina y Juan Ramón Lucas debieron hacer “Más de Uno” y “La Brújula” prácticamente solos en el estudio central de Onda Cero, cuya redacción quedó diezmada. Y los programas salieron adelante sin que los oyentes detectaran deficiencias imperdonables. Algo parecido sucedió en todos los medios de comunicación, en donde la iniciativa de profesionales y directivos suplió el impacto de la pandemia, y logró que siguiéramos prestando el servicio que habitualmente prestamos. En ese sentido, casi todo cambió para que casi nada cambiara, lo que resultó un buen ejemplo de adaptación a circunstancias hostiles. En muchas otras actividades y negocios ocurrió algo similar, en la medida de sus posibilidades.
Desde el mundo de las ideas y los valores, se produjo una reacción doble, cuyo balance cabe conjeturar que registra también un saldo positivo. Los gobernantes de casi todo el mundo reaccionaron de forma análoga y como cabía esperar, es decir, impulsando una expansión aún mayor de la intervención política y legislativa –me he ocupado del asunto en un número anterior de Informadores, véase: https://bit.ly/3cgkQqE.
Pero la opinión pública mantuvo una notable capacidad crítica, que llevó a que destacados gobernantes de diversa ideología fueran rechazados en las urnas y desalojados del poder, o amenazados con perderlo. Se nos aseguraba que las personas estábamos presas de la posverdad, y que se nos podía engañar con apelaciones a nuestros sentimientos y emociones, porque ignorábamos los datos de la realidad y nos plegábamos a las consignas antiliberales. Pues no estaba claro, en absoluto, como comprobaron en sus carnes y en sus votos las derechas en Estados Unidos y las izquierdas en la Comunidad de Madrid, sin ir más lejos.
Si la desconfianza en las mujeres y los hombres libres, y la propaganda emotiva de los poderosos para que nos sometamos a sus dictados, supuestamente sabios y generosos, encuentra cada vez menos eco entre los ciudadanos y los medios, entonces cabrá concluir que algo importante ha cambiado. Y para bien.
(Artículo publicado en la revista Informadores, diciembre 2021)