Vincent Ostrom, el destacado economista norteamericano, y marido de la premio Nobel Elinor Ostrom, publicó hace treinta años un interesante ensayo sobre la política y Fausto: “Why Governments Fail: An Inquiry into the Use of Instruments of Evil to do Good”, en James M. Buchanan y Robert D. Tollison, The Theory of Public Choice, Vol. 2, University of Michigan Press, 1984.
El dilema es antiguo como el de Hobbes: para que no haya violencia, para conseguir la paz, es necesario que la violencia sea monopolizada por el Leviatán. Desde muy temprano se planteó un problema evidente: ¿cómo lograr que el soberano no utilice su monopolio de la violencia para hacer el mal? La vieja clave del modelo era que el rey estaba obligado a obedecer a Dios, a cuidar a sus súbditos y a ser moral, cumpliendo los preceptos éticos del derecho natural.
Pensemos lo que pensemos sobre cómo funcionó el asunto, lo que sabemos que sucedió es que desde finales del siglo XVIII se impuso otra solución: las constituciones como límite al poder. Sin embargo, tampoco funcionaron, porque el intervencionismo campó a sus anchas a pesar de las constituciones (en tiempos recientes ya podemos decir que se impuso gracias a las constituciones, como la nuestra de 1978).
La conclusión de Ostrom quizá no parezca muy prometedora: la democracia funciona si los propios ciudadanos “desarrollan las condiciones apropiadas de ponderación moral y política para ejercer la elección constitucional”.
(Artículo publicado en La Razón.)