Begoña Gómez de la Fuente, amiga y compañera de Onda Cero, me prestó un pequeño libro con dos textos de Víctor Hugo que, según José J. de Olañeta, su editor, constituyen “dos estremecedores documentos políticos del gran novelista francés, sobre la dramática situación de los trabajadores en los comienzos de la revolución industrial”.
Acabar con la miseria es un discurso pronunciado por Víctor Hugo ante la Asamblea Legislativa el 9 de julio de 1849. Jaleado por la izquierda y recelado por la derecha, el escritor describe las pésimas condiciones de vida de París, y termina diciendo: “Es la anarquía la que abre los abismos, pero es la miseria la que los ahonda. Han hecho leyes contra la anarquía, ¡hagan ahora leyes contra la miseria!”.
Perdurable fantasía antiliberal, conforme al cual los pobres jamás saldrán de pobres por sí mismos, sino que deben ser guiados por una minoría ilustrada que prohibirá la pobreza por ley. Cientos de millones de pobres han dejado atrás la miseria, pero con su esfuerzo y su dignidad, y a menudo a pesar de las autoridades que pregonan desde sus tribunas por “leyes contra la miseria”.
Los sótanos de Lille es un proyecto de discurso, nunca pronunciado, que reúne las impresiones de un viaje que realizó Víctor Hugo en febrero de 1851 a los barrios obreros de esa ciudad. Es un ejemplo de lo que desde entonces fue la norma de los intelectuales en todo el mundo: denunciar lo mal que viven los pobres, sin haberles prestado atención antes, y sin pensar qué alternativas tienen y qué se puede hacer realmente para facilitar el esfuerzo que les permitirá superar la pobreza: el suyo.
Sin embargo, aquí Víctor Hugo refleja tanto el pensamiento vulgar como notables intuiciones críticas sobre él. No fue capaz de reconocer, como no lo hizo nadie en su tiempo, y ni siquiera en el nuestro, que las pésimas condiciones de los trabajadores estaban mejorando con respecto a las aún peores que habían padecido en el pasado. Repitió lo que se iba a convertir en un lugar común hasta hoy: hay que ayudar a los pobres porque si no harán la revolución: “la larga agonía del pobre que termina con la muerte del rico”, una perdurable falacia, porque los pobres nunca hacen las revoluciones, y menos en Francia.
Pero al mismo tiempo se aparta de la gran mentira socialista, que atribuya la pobreza de unos a la riqueza de otros: “¡Hablar en favor de los pobres no es hablar en contra de los ricos!”. Añade que el sistema económico “execrable” se debe a la burocracia, “un millón doscientos mil individuos a expensas del pueblo”, y el proteccionismo: “aranceles que empobrecen a todo el mundo para enriquecer a unos pocos”.
Y el grito reformador vale en su tiempo como en el nuestro: “¡Busquen los medios de aliviar la miseria popular! ¡Comiencen por no producirla!”.