De los muchos titulares que he visto sobre el nuevo inquilino de la Casa Blanca, selecciono sólo un par, de La Vanguardia: “Trump mutila el gasto social para comprar armas”, y El País: “El presidente de EE UU eleva un 9 % el gasto militar a costa de la ayuda al exterior y el medio ambiente”.
Estamos, a tenor de estas noticias, sin duda alguna ante un bárbaro sin fisuras, sin aspecto positivo alguno, que está en contra de la naturaleza, de los pobres, de la paz y de los derechos humanos. ¿Verdad? Pues la verdad es que no lo sabemos. Porque afirmarlo de manera taxativa equivaldría a situar a su antecesor en donde efectivamente lo situó la opinión publicada, a saber, en el pedestal de la bondad. Y esto último no está claro. Pondré sólo un ejemplo de reducción del gasto social propuesto por Donald Trump: la reforma sanitaria, o de la ley denominada la Affordable Care Act, más conocida como ObamaCare.
Un reciente artículo de Michael F. Cannon, del Instituto Cato, en el Wall Street Journal, destacaba un estudio de los profesores M. Geruso, T.J. Layton y D. Prinz, publicado por el National Bureau of Economic Research en noviembre pasado, y que sugiere un aspecto muy negativo del ObamaCare (http://www.nber.org/papers/w22832.pdf). Como lo habitual es pensar que el gasto público carece de contraindicaciones, convendrá prestarle atención.
Según las nuevas reglas impuestas bajo Obama, un paciente con esclerosis múltiple podía reclamar pagar a las aseguradoras una suma muy inferior a lo que costaba realmente su tratamiento, forzándolas a asumir pérdidas, lo que creaba un incentivo a no aceptar asegurar a determinadas personas que debían afrontar tratamientos prolongados y caros. Ante este conflicto de incentivos, típicamente, la solución intervencionista es siempre más intervención. Así, el ObamaCare procede a subsidiar a las aseguradoras para evitar una situación en donde las empresas que den mejores coberturas sean las que pierdan más dinero. Sin embargo, el estudio de Geruso, Layton y Prinz comprueba que siguen perdiéndolo por cada paciente que aseguren.
El resultado de esta medida estrella del progresismo, aparentemente el paradigma de la justicia social y los derechos humanos, es, como tantas veces sucede con las políticas intervencionistas, el contrario al esperado. Lo que sucede es que disminuye la calidad de la cobertura sanitaria y se produce una “carrera hacia abajo” que desvirtúa el objetivo del ObamaCare.
La situación anterior, con todos sus fallos, era relativamente mejor, de tal manera que la alternativa más satisfactoria para los ciudadanos, paradójicamente, es la de eliminar el ObamaCare, cosa que, además, los propios ciudadanos comprenden. Dice Michael Cannon que el Instituto Cato llevó a cabo una encuesta en la cual, inicialmente, el 63 % de las personas apoyaban el esquema establecido por Obama. “Pero cuando se les explicaba el impacto que tenía sobre la calidad de la cobertura sanitaria, ese apoyo caía al 31 %, con un 60 % de oposición”.