Se sostiene a menudo que la regulación equivale a la protección de los pobres, mientras que su ausencia sólo beneficiaría a los ricos.
Convendrá despejar cuatro falacias. La primera es que si las administraciones no regulan, el mundo se hundiría en el caos. Es la antigua trampa hobbesiana: el Estado evita la guerra. Pero las guerras más brutales han sido desatadas por los Estados. Además, una cosa es el Estado y otra las normas que los seres humanos nos hemos dado desde mucho antes de que existieran los Estados, y nos seguimos dando ahora, voluntariamente y sin interferencias públicas.
La segunda es que toda regulación democrática es justa. Otra vez, los regímenes democráticos han probado ser capaces de quebrantar derechos de los ciudadanos. El que lo hayan hecho siempre pretendiendo “ampliar derechos” se explica porque jamás son derechos individuales sino “sociales”. El que dicho quebrantamiento se haya hecho en nombre de la justicia no prueba que sea justo; reveladoramente, la distorsión de la justicia también requiere el apellido “social”, como si pudiera ser justo arrebatarle a usted lo que le pertenece para dárselo a otra persona.
La tercera falacia alega que las regulaciones son plausibles si lo son sus objetivos, como si no tuviéramos suficiente experiencia de los desastres perpetrados por el intervencionismo, siempre con propósitos inmejorables, lo que ratifica la veracidad del viejo refrán sobre las cosas con las que está empedrado el camino hacia el infierno.
Por fin, la cuarta falacia es que el Estado cuando regula sabe cómo hacerlo y no tiene más intereses que el servicio al público. Esta equivocación, como las demás, ha sido inmune a la reflexión teórica y la contrastación empírica. Es patente, empero, que el Estado sí tiene intereses propios, empezando por el de la legitimación de su propio poder. De ahí que utilice sin cesar la propaganda para conseguir, como diría el clásico, “la servidumbre voluntaria”. Para eso tiene que desfigurar la realidad, aduciendo que los problemas que pretende resolver son gravísimos, se agravan cada vez más, y sólo pueden resolverse mediante su acción, porque él sí que sabe, y por tanto es imprescindible que intervenga, quebrante y usurpe libertades y propiedades.
Puede usted poner los ejemplos que quiera. Y también realizar el siguiente ejercicio: apunte la cantidad enorme de regulaciones, prohibiciones, multas, etc., que nos rodean y que crecen sin cesar en los ámbitos más variopintos. Y ahora, dígame a quién cree usted que afectan esas regulaciones. Piense en quiénes son las víctimas de esas limitaciones. Comprobará que en el grueso de los casos son las grandes mayorías de ciudadanos, y en particular las personas más modestas. Los ricos, en cambio, no sólo son menos afectados por esta maraña legislativa, sino que tienen más recursos y posibilidades de aprovecharse de ellas y de eludirlas si lo creen conveniente, es decir, exactamente lo contrario de los pobres.
(Artículo publicado en La Razón.)