Siempre ha habido personas que sospecharon del progreso. Lo que caracteriza a nuestro tiempo es que ahora esos reaccionarios se autodenominan progresistas.
Todas las innovaciones tuvieron detractores, que no eran gente imbécil sino gente que valoraba más los inconvenientes de dichas innovaciones que sus beneficios, o que defendía grupos de interés, o que rechazaba el abaratamiento de los bienes y los servicios, o que simplemente estaba en contra de la libertad. Digamos, los que apreciaron en la imprenta más su capacidad de multiplicar la mentira que de extender la lectura y el saber; o los que atacaron el ferrocarril para proteger a las empresas de diligencias; o los que denigraron el libre comercio de alimentos ignorando que el proteccionismo beneficia a productores ineficientes pero perjudica a la gran masa de personas trabajadoras, empobreciéndolas con alimentos más caros; o los que se opusieron a los mayores derechos y libertades alegando que el pueblo no estaba preparado para disfrutar de una libertad mayor. Toda esa gente, como digo, existió, pero jamás se nos ocurriría incluirla dentro de los amigos del progreso.
Ahora veamos lo que hacen hoy los llamados progresistas. Algunos —como los comunistas y podemitas— están en contra del libre comercio, es decir, apoyan medidas que objetivamente perjudican a la mayoría de “la gente”, sin pensar que igual están incurriendo en alguna contradicción. No les parece chocante que, al hostigar el comercio libre, coinciden puntualmente con los fascistas y la extrema derecha.
La izquierda se ha unido en su combate contra el coche privado, manteniendo a los pobres extramuros, y favoreciendo a los ricos con sus coches eléctricos, mientras se hostiga a Uber y Cabiby. No parece muy progresista, como tampoco lo parece el temor reaccionario de la izquierda ante el progreso técnico, y cómo vuelven los luditas a lanzar mensajes alarmistas contra los robots.
Leí en El País un texto representativo de ese progresismo reaccionario, titulado: “¿Es ético comprar en Amazon?”. En realidad, las comillas sobraban, porque el texto invitaba a responder que no, y sugería que somos irresponsables comprando en una empresa que brinda bienes y servicios buenos y baratos, pero que en realidad es un peligro y paga pocos impuestos, lo que es falso. El artículo terminaba con un tono de superioridad moral: “Habrá que pensar antes de dar de nuevo a ese clic”. No parece progresista.
La izquierda en masa aplaude las subidas de impuestos, cuando son las trabajadoras las que sufrirán por ello. Warren Sánchez y sus secuaces, por ejemplo, no pueden ignorar que la subida del diésel por culpa de su política fiscal empobrecerá a millones de trabajadoras. Alegan que lo hacen por razones ecológicas, pero jamás se les ocurre confiar en las mujeres y los hombres libres, sino en políticos y burócratas. El último éxito de éstos, por cierto, es una reforma de los alquileres que reducirá su oferta y presionará los precios al alza. Y lo llamarán progreso.