Los pensadores liberales llevan al menos desde el siglo XVIII advirtiendo sobre la fantasía de creer que las sociedades son artefactos elementales, fácilmente manipulables desde el poder político y legislativo en beneficio de todos y sin costes apreciables.
Contra esta fantasía se rebeló Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales de 1759, al denunciar al “hombre doctrinario” que “se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez”. En nuestro tiempo señaló este mismo peligro Hayek en su último libro sobre los errores del socialismo y su “fatal arrogancia”.
Todo indica, empero, que esta batalla habrá de seguir librándose. Es curioso que los liberales seamos estigmatizados como idealistas, como si fuéramos meros discutidores de salón sin contacto con el mundo real. Precisamente, lo que el liberalismo ha subrayado es la falta de realismo de los antiliberales, que tantas veces nos venden motos supuestamente impecables y que en verdad resultan defectuosas.
Por ejemplo: el entusiasmo con el que se nos asegura que los subsidios para comprar coches eléctricos son buenos porque eso reduce la contaminación. Una vez más, la realidad prueba ser diferente de lo que el intervencionismo pregona, como analiza Stephen P. Holland junto a otros especialistas del Cato Institute en un reciente estudio (http://goo.gl/3jxXep).
Es indudable que los vehículos eléctricos no contaminan por el tubo de escape, pero contaminan cuando los combustibles fósiles son quemados para producir la energía que consume el coche. Esto proporciona una llamativa conclusión: los coches eléctricos, al revés de los normales, no contaminan allí donde son conducidos sino donde la electricidad que consumen es producida.
El trabajo de los investigadores del Cato se centra en el caso de Estados Unidos, y concluye que hay beneficios ecológicos en el Oeste del país, que cuenta con bastantes plantas nucleares o de gas. Sin embargo, en muchos lugares del Este el resultado es medioambientalmente perjudicial, porque la red eléctrica allí depende mucho más del carbón.
En otras palabras, nos encontramos ante una exportación de la contaminación: “Más del 90 % de los daños derivados de las emisiones que contaminan el aire (no los gases de efecto invernadero) a partir de los coches eléctricos conducidos en un Estado son exportados a otros Estados, lo que apenas sucede en un 18 % de los daños derivados de los vehículos de gasolina”.
La inquietante conclusión es la siguiente: “En la mayoría de los Estados, conducir un coche eléctrico vuelve al aire más limpio, pero aumenta la contaminación en otros Estados”.
Cabría un débil rayo de esperanza: los políticos, los burócratas y los grupos de presión que a su socaire medran, pueden empezar a reconocer que la realidad es más compleja de lo que creen y que la precipitación hacia la adopción de medidas que quebranten derechos de los ciudadanos es mala consejera. Cabría, pero temo que difícilmente quepa.
(Artículo publicado en La Razón.)
Merece la pena abrir ese debate ampliamente, imaginemos que se normalizan las baterías para los vehículos electricos con el fin dexqye sean fácilmente intercambiables en las estaciones de servicio y estas disponen de generadores de tipo fotovoltaico y otros no fosiles ni nucleares?