Mientras los políticos de Podemos siguen enfrascados en un asunto capital para la emancipación del pueblo oprimido —a saber, el chalé progresista—, en Italia quieren llevar a cabo un experimento populista, que puede brindarnos una idea de lo que nos sucedería si Pablo Iglesias y sus secuaces dejan un día de limitarse a enchufar a miles de paniaguados, igual que los demás partidos, y acceden al poder y a la capacidad de recortar masivamente los derechos y libertades de la gente.
Italia, como antes Grecia, exagera las peores tendencias del intervencionismo europeo, y sus populistas son parecidos a los nuestros. La coalición gobernante aspira a aumentar el gasto público en unos 126.000 millones de euros, en un país con una deuda que llega prácticamente al 132 % del PIB, el registro más elevado de Europa después de Grecia. La UE pudo lidiar con los griegos, pero no está nada claro que pueda hacerlo con un país que es la cuarta economía de Europa, o la tercera si excluimos el Reino Unido. El hundimiento italiano significaría realmente el colapso de este invento.
Es un invento que mezcla cosas buenas, como el comercio libre y la disciplina cambiaria, con cosas malísimas, como la demagogia del llamado Estado de bienestar. Han sido las propias autoridades europeas las que han clamado por “el fin de la austeridad”, un combustible inflamable para todo político, en especial los populistas italianos, que rápidamente han propuesto una renta básica. ¿Por qué no, si estamos a favor de redistribuir dinero ajeno y en contra la austeridad? Europa, por tanto, se mete en este berenjenal, caldo de cultivo para fascistas e izquierdistas, que suelen confluir en el populismo, como se ve ahora en Italia.
La catástrofe no está asegurada. Después de todo, no prevaleció Varoufakis en Atenas, y la izquierda que manda en Lisboa no ha sido tan frustrante como se pensaba. Pero la situación es complicada, porque no hemos comprendido el grado en el que el intervencionismo redistributivo es capaz de socavar las fuentes del crecimiento económico, como ha sucedido en Italia. Durante mucho tiempo causaba gracia su circo político porque se apoyaba en una economía muy sólida y competitiva. El peligro hoy estriba en que es posible que no sea ya tan sólida y competitiva como antes. En ese caso, el populismo es aún más letal.
Recordemos que el populismo no es una identidad. Por ejemplo, pueden ser demagogos ante la inmigración, en el sentido meloso de refugees welcome o en el racista de querer expulsar a medio millón, como en Italia. Los populistas no siempre proponen subir los impuestos, también pueden recomendar bajarlos, como en Italia. Pero si lo fían todo al crecimiento económico, y al tiempo conspiran contra él disparando el gasto, el déficit y la deuda, mal asunto. Y si coquetean con salir del euro, es decir, salirse de su disciplina fiscal, pésimo asunto.
Podemos ser italianos, en efecto. Y podemos no serlo si vamos viendo como las gastan los populistas allí. Y aquí.