En el ambiente de acuerdos que sopla en el viento estos días, ya se habla de un posible acuerdo presupuestario. Con más deuda pública, naturalmente.
En los últimos dos siglos, un centenar de países han reestructurado su deuda soberana, como recordaron los profesores Pablo Martín-Aceña y Elena Martínez Ruiz en El País. Tocamos a un par de crisis de deuda por año. Si continúan las colocaciones es porque los deudores pagan, aunque con reestructuraciones. Y si con estas pérdidas los acreedores siguen prestándoles a los Estados es porque, como dicen estos autores: “Los Estados soberanos no quiebran. Eso lo saben los prestamistas, como también saben que el riesgo de eventuales quitas, por importantes que sean, se ve compensado por la alta rentabilidad de la deuda soberana”.
Claro, estas restructuraciones y negociaciones con prestamistas privados o públicos, como el FMI o la UE, pueden llevar aparejadas unas condiciones de ajuste de las cuentas públicas que castiguen a toda la población.
Esto es lo que olvidan los demagogos que piden hoy más dosis del bálsamo de Fierabrás, a saber, que los Estados emitan deuda y que la compren los bancos centrales. Se insiste en que la situación es urgente, y que necesitamos “inyectar recursos” a nuestras languidecientes economías. Esto tiene otras variantes, del estilo “si antes se rescató a la banca, ahora que se rescate al pueblo”, etc.
Sin embargo, aunque sea cierto que los bancos centrales fueron creados para aliviar la penuria de la Hacienda Pública, existe un límite a su capacidad de endeudamiento, un límite que desconocemos con precisión, y que está en función del coste de la deuda, y de su impacto en el crecimiento, o en el deterioro de la moneda —el pasivo del banco central que compra la deuda.
Mientras nos preparamos para lo que pueda venir, es aconsejable, como siempre, no olvidar a las víctimas. Porque los políticos preferirán siempre endeudarse antes que bajar el gasto público, y los prestamistas estarán dispuestos a correr el riesgo de incumplimientos, pensando que el diferencial de rentabilidad que obtienen compensa dicho riesgo. Pero los que no pueden elegir nada son los ciudadanos, ni elegir ni eludir el castigo que este mecanismo centrifuga hacia sus ingresos, sus ahorros y sus empleos.
Por fin, la solución que proponen los que no quieren más deuda es análogamente peligrosa. Actualizan viejas fantasías, y aseguran que el problema no son los bancos centrales, nunca lo son, sino la desigualdad, porque los ricos ahorran demasiado, bajan los tipos y aumenta la deuda. Es el estancamiento secular, otra vez. La solución nunca es bajar el gasto público y los impuestos, eso jamás, sino pontificar con que aquí todo se arregla saqueando a los ricos, con más impuestos o directamente repudiando la deuda. Solo sufrirán los ricos, dicen. Por si acaso, señora, cuide su cartera.