Hemos dedicado ya dos artículos a señalar las debilidades técnicas del análisis de Oxfam sobre la desigualdad. Hoy concluiremos la serie subrayando su rechazo a la libertad de la sociedad y su idolatría de los Estados.
Aunque reconoce la relación entre el poder político, la corrupción y los grupos de presión, que vienen denunciando los liberales desde Adam Smith, Oxfam aboga por la ampliación de dicho poder. Para ello recurre a la absurda idea del juego de suma cero y a la fantasía de que la coacción es la solución: “los recursos existentes permitirían eliminar tres cuartas partes de la pobreza extrema si se incrementase la recaudación fiscal y se recortase el gasto militar y otros gastos igualmente regresivos”.
El gran culpable: el empresario, en especial el exitoso, el que más riqueza y empleo crea. El empresario español que detestan en Oxfam es (¿no lo adivina usted?) Amancio Ortega. Las empresas: “nos están arrastrando al abismo…ahogando a los trabajadores…al servicio de los más ricos…están reduciendo al mínimo los costes de la mano de obra en todo el mundo”. Es decir, lo contario de lo que sucede. Oxfam utiliza el miedo, “estamos agotando los recursos naturales”, y repite falsedades denunciando “la reducción de la intervención del Gobierno en la economía”, cuando nunca el peso de los Estados ha sido más elevado.
Dicho aumento de peso es el paraíso para Oxfam, que rechaza lo privado: “en términos de facturación, en la actualidad 69 de las 100 mayores entidades del mundo son empresas, no Estados”. Le parece malo esto, prefiere que los ciudadanos no sean libres, sino forzados: son los Estados los que les obligan a pagar, no Zara.
Quiere una “economía humana, donde las personas, y no los beneficios, se encuentran en el centro”. Pero si no hay beneficios privados, hay impuestos, que Oxfam apoya, aunque se apresura a aclarar que sólo ansía que aumenten sobre los ricos. Reveladoramente, jamás dice ni una palabra de rebajar los impuestos a los demás, objetivo imposible de conseguir con el “amplio ramillete de medidas intervencionistas” que propicia (y que critica Diego Sánchez de la Cruz aquí; los enlaces en el blog www.carlosrodriguezbraun.com). Mientras insiste en que aumenta la desigualdad (véase una refutación para el caso de España aquí), glorifica la intervención del Estado en la línea de Mazzucato (véase una crítica aquí), y aporta consignas populistas o marxistas: “un rol más intervencionista en las economías para hacerlas más justas…presupuestos participativos…que no sean solo las élites quienes dicten y promulguen las leyes…el Gobierno es el garante de los derechos y las necesidades de todas las personas”.
En algunos casos comparte la falta de rigor técnico y la aversión a la libertad con socialistas y fascistas (“el dinero habla a menudo más fuerte que los votos”), y en otros llega al ridículo, como cuando recomienda crear un “comisario para futuras generaciones”, o lamenta que “se pasa de cultivar la tierra para la subsistencia a trabajarla con fines comerciales”, como si la subsistencia fuera un objetivo plausible.