Algo tendrá el agua cuando la bendicen y algo tendrá el dinero cuando lo maldicen. Esta última actitud es aún más antigua que el agua bendita, y ha adquirido en tiempos recientes un nuevo giro revelador de su potente carga antiliberal: ya no se trata sólo de odiar el dinero en general sino particularmente el dinero en efectivo.
Primero Virgilio y después Séneca hablaron de la “auri sacra fames”, la maldita hambre del oro. Desde el becerro áureo del Éxodo hasta las treinta piezas de plata que cobró Judas Iscariote por traicionar a Jesús, todas las religiones y toda la historia de la ética han advertido siempre sobre los efectos corrompedores del dinero.
Desde la perspectiva de un economista esto es chocante, puesto que el dinero es uno de los grandes inventos de la humanidad, al que cabe adscribir toda suerte de beneficios. La explicación estriba, por supuesto, en que lo condenable no es el dinero per se, sino los sentimientos inmorales que las personas abrigan en su relación con él. No es el oro mismo el que condena el autor de La Eneida sino el hambre del oro que desata la avaricia y la codicia de los hombres.
Esta confusión ha perdurado hasta nuestros días, potenciada por las mismas ficciones anticapitalistas y antiliberales que propician el recelo hacia los mercados y las empresas, las grandes fuentes del bienestar de los seres humanos, y que a la vez alimentan la masiva intervención del Estado en el campo monetario: no hay nada que esté políticamente más controlado que el dinero.
Pero en lugar de reflexionar sobre las consecuencias de dicha usurpación, los enemigos de la libertad quieren extender el odio al dinero aún más allá, y haciéndolo revelan sus intenciones: no odian realmente el dinero. Si lo odiaran, no impulsarían su monopolio a cargo del poder. Lo que odian es el dinero de los súbditos del poder. Ese dinero, que permite a los ciudadanos elegir voluntariamente a qué lo van a dedicar, es algo que los antiliberales siempre quieren arrebatarles, con impuestos y con prohibiciones.
Los entusiastas de acabar con el dinero en efectivo, con la excusa de “luchar contra el fraude fiscal”, quieren recortar la libertad de las personas, de modo que todos estemos vigilados y manejados por el Gran Hermano, que es lo que sucedería si el efectivo fuera aniquilado.
El equívoco aquí debe ser despejado poniendo el énfasis en que lo importante no es el poder sino los ciudadanos, que el fraude fiscal es animado por el propio Estado que después pretende combatirlo, y que la libertad es incompatible con la vulneración de la propiedad privada y la vida privada.
Por fin, un consuelo. La historia sugiere que cuando los individuos necesitan algo y el poder se lo prohíbe, a menudo se inventan soluciones para sortear la prohibición. Antes sucedió con la usura. El poder puede querer acabar con el dinero en efectivo, pero, no sé, igual la gente empieza a usar el bitcoin o alguna otra alternativa.
(Artículo publicado en La Razón.)