Ante la crisis de los refugiados hubo un brote de solidaridad equívoca. Solidaridad, porque todo el mundo dijo que había que ayudarles. Equívoca porque prácticamente nadie distinguió entre libertad y coacción.
Por ejemplo, tanto Cristina Cifuentes del PP como Emiliano García-Page del PSOE afirmaron que naturalmente la sanidad pública debía atender a todos, inmigrantes o no. García-Page añadió que se trataba de una obligación moral análoga al juramento hipocrático: los médicos deben atender a los enfermos.
El juramento hipocrático en la versión de la Convención de Ginebra de 1948 dice cosas tales como: “me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad…La salud y la vida del enfermo serán las primeras de mis preocupaciones…No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase…Tendré absoluto respeto por la vida humana…Aun bajo amenazas, no admitiré utilizar mis conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad.”
Todo es muy interesante, y plantearía debates fructíferos, por ejemplo, sobre el aborto y la eutanasia y su compatibilidad con el “absoluto respeto por la vida humana”. Pero lo que me interesa subrayar hoy es que el juramento hipocrático no tiene nada que ver con la política: tiene todo que ver con una profesión antigua y noble.
Esa profesión, como otras, en particular la educación, se ha visto profundamente alterada por la invasión política de la misma, que ha desvinculado el trabajo de la retribución que a cualquier profesional han de pagar quienes demandan sus servicios. Con razón pedía Adam Smith en el siglo XVIII que los alumnos debían pagarnos a los profesores. Lo mismo valdría para los pacientes y los médicos, igual que todos aceptamos que es algo normal para los abogados o los arquitectos y sus clientes. La masiva intervención del Estado ha quebrantado esa responsabilidad y nos ha colocado en una situación compleja en donde la racionalidad política y de los grupos de presión se impone sobre cualquier otro criterio.
El caso de los refugiados pulsa la cuerda fundamental de la intervención, que se presenta como la que resuelve el problema de los pobres y los marginados, lo que es obviamente falso: los grandes servicios públicos no están pensados para atender a los pobres y desvalidos, sino a toda la población.
Los políticos, como hemos visto, de todos los partidos, se presentan como si fueran defensores de los pobres y enfermos, cuando su principal característica no es la bondad sino la coerción: ellos pueden obligarnos a pagar. Los médicos tienen la obligación moral de atender a los enfermos, y todos estamos obligados moralmente a cuidar del prójimo. El Estado es otra cosa. Porque el Estado no es la sociedad: identificarlos es la seña de identidad del totalitarismo, y cuando un gobernante se presenta como generoso hay que recordar que no es lo mismo la Madre Teresa de Calcuta que la Agencia Tributaria.
(Artículo publicado en La Razón.)
Ciertamente confundir la bondad con el dinero público es denominador común de los políticos y demás organizaciones que viven de la subvención pública, generalizando se ahorran explicar «quien pone el dinero» o de que «otra partida se detrae». Y yo me pregunto ¿cuantos políticos o miembros de estas ONG´S han llevado a sus casas y a sus propios comedores a tantos inmigrantes, sin papeles, refugiados, y demás personas necesitadas? Seria bueno que existiera un registro de tanta bondad, no os parece?