La llamada neutralidad en la red, como editorializó con sarcasmo Wall Street Journal, es “el tema perfecto para la izquierda, porque suena como algo virtuoso y casi nadie sabe lo que significa, y a casi nadie le importa”.
A mí me importa, desde luego, y escribí aquí en La Razón hace casi diez años en contra de los políticos y reguladores que ya exhibían su anhelo antiliberal a cuenta de internet. Siguen en ello con más énfasis desde que Trump acabó con la neutralidad que impuso Obama. Me malicio que detrás de la bondad que siempre acarrea el concepto de neutralidad, subyace el intento de recortar derechos y libertades, típico de los socialistas de todos los partidos. Mis sospechas se acentúan cuando veo argumentos del estilo de “internet es un bien público global”, y noto que detrás no hay un intento de repasar las ideas de Ronald Coase sobre la radio o los faros, sino de imponer un intervencionismo político y burocrático mayor en la red. Cuando se leen declaraciones rimbombantes que advierten sobre el “poder del mercado”, y reclaman que “la gobernanza de la red como un todo pase a ser efectivamente global, democrática, transparente y pluralista”, la conclusión no puede ser otra que la libertad, otra vez, está en peligro y a merced del único poder verdadero: el político.
Pero ¿cuál es aquí el argumento? En esencia, la identificación entre la red y un servicio público, digamos, una autopista, donde todos los coches deben ser tratados por igual, y no puede haber carriles para ricos. Se alega que sin neutralidad las operadoras podrían decidir qué servicios van más rápido, priorizando los suyos frente a otros, y dificultando la competencia.
Con más libertad habrá más y mejores servicios, con precios diferentes, sin que los clientes que demandan menos banda ancha tengan que pagar más. En cuanto a la competencia, el asunto, como dijo The Economist, se resume en “si los proveedores de servicios de internet deben ser regulados antes de cometer abusos de poder o cuando de hecho los han cometido”. Trump ha adoptado esta última posición, que en principio parece más liberal, al menos en el sentido de que las autoridades no van a determinar ellas mismas los precios ni las prioridades, aunque sí pueden actuar para impedir que las empresas bloqueen la entrada de nuevos competidores.