Arengó así Joan Tardá a unos partidarios: “Tenemos el compromiso de parir la república y los jóvenes tenéis que construir las paredes maestras. Pero lo tendréis que comandar vosotros, los jóvenes, y si no lo hacéis estaréis cometiendo un delito de traición a las generaciones que no se han rendido, y un delito de traición a vuestra tierra”.
Los regímenes más despóticos se apoyan en jóvenes y niños, no solo en su intoxicación educativa, que también, sino en su utilización constante para lanzar un doble mensaje: la inocencia, por un lado, y el futuro, por otro.
Las ideas antiliberales se basan en la negación de las personas concretas y la divinización del colectivo: la raza, la clase, la nación, el pueblo, los fieles, la juventud, etc. En cambio, el liberalismo supedita las consideraciones colectivas a la inviolabilidad de la persona concreta, cuyos derechos y libertades se defienden siempre en primer lugar, y solo después se considera su limitación, excepcionalmente, con causas obvias y previstas, y con prevención y cautela, porque es el primer bien a preservar.
El liberalismo, porque parte de la libertad individual, rehúye de las metáforas colectivistas. No prevalece la multitud sobre la persona, y la sociedad no genera a los individuos, sino al revés. Por tanto, recela del empleo de imágenes sociales antropomórficas, porque la sociedad no es una mujer, y por tanto nadie puede “parir la república”. Ese lenguaje del “compromiso” tribal es rechazado por los amigos de la libertad, igual que la retórica colectivista conforme a la cual un grupo concreto construye deliberadamente una sociedad, como unos trabajadores que levantan “las paredes maestras”. La sociedad no es así, salvo las hordas primitivas o los modernos sistemas totalitarios que recogen su herencia al hablar de que unos grupos deben “comandar” al resto. Son teorías revestidas paradójicamente del halo del progreso, cuando son exactamente la reacción.
Otro paradigma antiliberal estriba en que no hay lealtad a las personas concretas sino a los grupos, presentes y pasados, que son los únicos valiosos, porque luchan o “resisten” para lograr objetivos colectivos, nunca individuales. El individuo no importa. Lo que importa es el grupo, “la tierra”, que en política se transmuta en sinécdoque: el colectivismo se apropia del todo cuando representa una parte. Así, el nacionalismo catalán se cree “el pueblo de Cataluña”. Quien no es nacionalista no es pueblo. Y si no es pueblo, no es leal. En realidad, no es realmente catalán. Este lenguaje es típicamente totalitario. Los que están en contra no son pueblo, no son gente, no son patriotas, no son la raza elegida.
¿Qué trato cabe dispensarles? Cualquiera que sea hostil estará justificado. Aquí hay bandos y hay que mojarse. Si no está usted en el bueno, es que está en el malo, y aténgase a las consecuencias. En una de sus frases más siniestras, dijo Frantz Fanon: “todo observador es un cobarde o es un traidor”.