Ironizó ayer la columna Lex del Financial Times sobre el laconismo de Trump en Twitter: habiendo lanzado más de 60 mensajes celebrando lo bien que iba la Bolsa desde que llegó a la Casa Blanca, en las últimas horas no había tuiteado nada al respecto. Era lógico: Wall Street se pegó un batacazo histórico el lunes, que se compensó algo ayer, aunque el eco siguió rebotando fuera de Estados Unidos, donde reinaron los números rojos. El Ibex, con un -2,5 %, sufrió la mayor caída en cuatro meses, y cerró al nivel más bajo de once meses.
Así como Trumpo no dijo nada, los agentes del mercado aseguraron que no pasa nada, que es una “corrección temporal”. Siempre sucede lo mismo: ningún político habla cuando la Bolsa se hunde, y ningún bróker grita nunca: “¡pánico! ¡todos a vender todo!”. Al contrario, siempre dicen que o bien se quede usted inmóvil, o bien, si la cosa se hunde más, incluso que aproveche y compre.
Lo cierto es que ni los políticos, ni los agentes de bolsa, y mucho menos los economistas, conocen el futuro. Lo que sí sospechamos algunos es que hemos vivido una falsa bonanza, producto de que los bancos centrales, empezando por la Reserva Federal, hicieron lo que políticos, banqueros, gestores de fondos, y demás protagonistas del mundo financiero, les rogaban que hicieran: inundarlo todo con liquidez. Y lo hicieron, con la misma excusa que esgrimieron antes de 2007: los precios no subían. Era y siguió siendo una falacia, que estriba en medir los precios por el IPC, como si los activos no tuvieran precios, o como si sus precios no importaran.
Esta maniobra, repetida en mayor o menor medida por el Banco Central Europeo y otras autoridades monetarias, dio como resultado una nueva “represión financiera” que combinó una recuperación de la economía, una subida de las bolsas y unos tipos de interés, unos salarios y un IPC contenidos. Al mismo tiempo, se trataba de una situación engañosamente apacible, que ocultaba tensiones que tarde o temprano iban a aflorar. Como símbolo de la responsabilidad de los bancos centrales en todo esto, la sacudida se produjo el mismo día en que Jay Powell asumía como presidente de la Reserva Federal, tras la gestión de la supuestamente diestra Janet Yellen. En fin, tambien a Alan Greenspan lo llamó “maestro” nada menos que Bob Woodward.
Un tranquilizante convencional es que la economía real va bien, incluso muy bien. Por tanto, si nos sucede algo es porque suben los salarios, que ya era hora, o por culpa de vaya usted a saber qué recoveco “técnico”, porque los famosos “fundamentales” van estupendamente. Es posible que sea así, pero no lo sabemos. Sólo lo sabremos cuando suban los tipos, baje la marea, y veamos quién lleva traje de baño y quién no. Es decir, qué activos están sostenidos por inversiones reales sólidas y cuáles sólo brillan con tipos inusualmente bajos o “reprimidos”.
Mientras tanto, parece que ha empezado el tiempo de los toboganes. La situación podría resolverse, y pasar del tobogán a la subida más o menos estable, si la reforma fiscal de Trump rinde sus esperados frutos reactivadores, y si es imitada en otras latitudes. De eso debería tuitear el presidente americano, y no de la Bolsa. Por fin, si no se resuelve, entonces no se queje usted de los toboganes, porque la alternativa será peor.