Hace un tiempo, Carlos Alsina entrevistó en “Más de Uno” en Onda Cero a Margarita Robles, ministra de Defensa. Hablaron sobre la prevista inversión en equipamiento militar de 7.000 millones de euros, y resultó muy entretenido.
Por un lado, la ministra intentó nadar y guardar la ropa. Celebró la inversión militar, y a la vez, por aquello del pacifismo, subrayó que no era para tanto, porque se iba a extender “a diez o doce años vista”. Pero lo realmente interesante fue el jardín económico.
No se trata solo de la hipocresía que vimos en el caso Navantia, de tantos pacifistas de la izquierda que aprobaron la venta de fragatas a regímenes despóticos para proteger los puestos de trabajo en Cádiz o Galicia. Doña Margarita dio un paso más y vinculó directamente el gasto público a la generación de empleo.
Warren Sánchez dijo en 2014 que él estaba a favor de más gasto social y menos gasto militar. Pero no era presidente del Gobierno, y, además, Margarita Robles sostuvo que el mayor gasto en armamento es en realidad un gasto social. El gasto social suele significar todo aquello que los políticos crean que suscita apoyo popular, por ejemplo, la redistribución de la renta. Lógicamente, también lo suscita la creación de empleo, y ahí se lució la señora ministra.
Doña Margarita, en efecto, afirmó que con un mayor gasto militar se favorece la industria (en especial las pymes, esto no falla nunca), la tecnología, y, lo más importante, se crean miles de puestos de trabajo.
Los políticos, al revés de lo que habitualmente se piensa, suelen ser personas inteligentes. Sin embargo, suelen ser también arrogantes, y esto les nubla el entendimiento. En efecto, el gasto público no puede ser sólo generador de empleo: si lo fuera, bastaría con aumentarlo indefinidamente hasta reducir el paro a cero. El absurdo Plan E de Smiley, por ejemplo, habría sido algo benéfico.
Lo que sucede, naturalmente, es que el gasto público, en armas o en cualquier cosa, no solo tiene la cara positiva de quienes lo reciben y lo gastan, sino la cara negativa de aquellos que deben entregar su dinero a la fuerza, y no pueden gastarlo. El mismo razonamiento que concluye que al gastar el dinero público se crea empleo, debe concluir que cuando ese dinero es recaudado, se destruye empleo.
La Razón, 23 febrero 2019