El nacionalismo, igual que la izquierda, se ha destacado en nuestro país por su descarada manipulación de la memoria. Como observó Renan en 1882: “El olvido, e incluso aseveraría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación”.
Para contrarrestar esta intoxicación, es recomendable el libro de David Rieff, Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica, publicado por Debate con una excelente traducción de Aurelio Major. Dijo Jacques Le Goff: “la memoria solo busca rescatar el pasado para servir al presente y al futuro”, con lo que Rieff concluye: “apenas sorprende que los ejercicios colectivos de rememoración histórica se parezcan mucho más al mito, por un lado, y a la propaganda política, por el otro, que a la historia, al menos a la historia entendida como disciplina académica”.
Según Timothy Garton Ash, una persona sin memoria es un niño y “una comunidad política nacional o de otra especie sin memoria con toda probabilidad será infantil”. Para Rieff, en cambio, “sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras. Y en las sociedades acechadas por un peligro efectivo de fragmentación o algo peor invocar determinados recuerdos a veces puede obrar el mismo efecto nada menos que el proverbial grito de ¡fuego! en un teatro abarrotado”.
Avisa el autor con acierto del peligro de que la memoria sea “una especie de moralidad”, con lo que conviene moverse, como dijo Todorov, entre “la sacralización y la banalización del pasado, entre servir los propios intereses e impartir lecciones morales a los otros”.
Por desgracia, hemos copiado a Francia, un país donde memoria “ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia”. Pero dado que “la apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política”, el resultado es “un mundo donde la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos”.
Al poner la ley al servicio de la historia ignoramos que la llamada memoria de algo no es lo que la gente recuerda sino “la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente en esta era de la aceleración, a través de intermediarios como el Estado”.
Hemos visto en España repetidamente esta “sospechosa pretensión intelectual, en tanto que libera a los que se creen agraviados de discernir entre los que en verdad los han agraviado y los que nada hicieron, o no hicieron lo suficiente, para prevenir que el agravio sucediera, y una pretensión peligrosa, social y políticamente, a pesar de sus buenas intenciones”. Y qué diríamos de las malas.