En el confuso mundo del comercio y el dinero abundan las falacias, como la célebre que canta María de la O: “Maldito parné que por su culpita/dejé yo al gitano que fue mi querer”. El dinero, como es evidente, no tiene culpa alguna. Las culpas son de las personas. Lo recordé al leer The Curse of Cash, o la maldición del dinero, de Kenneth S. Rogoff, catedrático de Harvard, nada menos, y cuyo texto fue saludado por el Financial Times fue “uno de los mejores libros de 2016”. Como dirían Les Luthiers: “¡Te pasaste, macho!”.
El libro ha sido traducido al español y publicado en Deusto con este título: Reduzcamos el papel moneda. Una propuesta para disminuir el dinero en efectivo y, con ello, reducir la corrupción, la evasión fiscal, el tráfico de drogas y la economía sumergida.
A primera vista, la cosa es bastante sencilla: como el dinero en efectivo predomina en actividades alegales o ilegales, lo suprimimos o limitamos considerablemente su uso, y así hacemos lo propio con esas actividades.
Pero las razones de Rogoff van más allá, y entroncan con ideas de política monetaria, también antiguas, aunque no tanto como la prohibición o los obstáculos al uso del dinero en efectivo, que tienen miles de años. Es importante para Rogoff que las políticas monetarias expansivas se ven limitadas porque no pueden reducir los tipos de interés por debajo de cero: en tal caso, se produciría una fuga hacia el efectivo que neutralizaría el intento; estaríamos ante la “trampa de la liquidez”.
Es verdad que el Estado gana con el señoreaje, y lo perdería sin el dinero en efectivo, pero “es probable que sólo en la evasión de impuestos el efecto de limitar el papel moneda cubriera por sí solo los beneficios perdidos por la impresión de papel moneda, aunque la evasión fiscal cayera sólo entre un 10 y un 15 por ciento. El efecto en actividades ilegales es probablemente aún más importante”.
Reconoce que la principal demanda de efectivo es la economía sumergida, y dentro de ella el ahorro de impuestos. En vez de pensar en por qué la gente hace eso, se precipita a la corrección política de que cualquier evasión es mala, porque falta “equidad horizontal”, y a la falacia de que los impuestos que pagamos bajarían si más gente pagara: nada en la teoría ni en la práctica avala esta fantasía del catedrático de Harvard, ampliamente compartida, por otra parte.
Dedica muchas páginas a pensar en cómo fastidiar a la gente para que no use su dinero en efectivo, con referencias al extravagante Gesell que tanto entusiasmó a Keynes. No se pregunta por los costes de semejante persecución para conseguir penalizar el efectivo, dando por sentado que sin él y con tipos negativos sería fácil “ponerle el turbo a la economía para que salga de una recesión deflacionaria”.