Emil Ludwig (1881–1948) fue un escritor y periodista suizo-alemán, de familia judía, autor de biografías y otros textos que fueron muy populares en su tiempo. Entrevistó a Mussolini, Attatürk y Stalin, entre otros, y tuvo el honor de ser considerado por Goebbels como una persona especialmente peligrosa.
En 1943, cuando vivía en Estados Unidos, publicó un pequeño ensayo, Cómo tratar a los alemanes, donde pronosticó la derrota de los nazis, porque la Alemania de entonces era muy eficaz a la hora de atacar, pero no a la hora de defenderse (p. 26). En esta misma línea niega el paralelismo entre nazis y fascistas, porque el fascismo no fue imperialista ni expansivo, mientras que “Hitler simplemente prosiguió la tradición autocrática militar prusiana de tres siglos” (p. 53).
Con un enfoque nada weberiano, sostiene que la libertad se consolida en Austria y se pierde en Prusia porque hay menos libertad con el protestantismo: la reforma de Lutero “destronó al Papa y concedió poder ilimitado a los príncipes, convirtiéndolos en cabeza de la nueva Iglesia”. Mientras que los católicos se mantienen independientes de los poderes terrenales, con los protestantes “el sentimiento humano más íntimo, la relación con Dios, fue de ese modo utilizado para incrementar el poder del Estado”. Se produce una escisión entre intelecto y Estado, y el poder cultiva y propicia la disciplina de modo que los ciudadanos tienden a tomar partido por las autoridades. “En un país donde cada persona siente que hay alguien que está por encima, dos cualidades no pueden desarrollarse porque son fundamentalmente democráticas: la confianza y la libertad. Donde la obediencia es virtud y el mando es grandeza, la libertad no es demandada” (p. 15).
Los grandes alemanes estuvieron siempre fuera del Estado. Los príncipes fueron militares, poco cultivados, y así, un país que “produjo maravillas en la música, la literatura y la ciencia, a la vez produjo guerras agresivas en todos los siglos” (pág. 18). Durante muchos años antes de la llegada al poder del austríaco Hitler, Prusia sofocó el pensamiento: las grandes universidades estuvieron en Praga o Viena antes que en Berlín. Los pensadores no se rebelaron contra el poder, ni siquiera Kant, y eso empeora hasta la catástrofe de un Heidegger apoyando a los nazis. Las excepciones más brillantes fueron Goethe y Shiller.
Emil Ludwig comete graves errores, desde creer que no hubo nada parecido al fascismo en EE UU hasta recomendar a los futuros vencedores de la Segunda Guerra Mundial que trataran a los vencidos alemanes de la misma cruel y represiva manera con la que los trataron después de 1918. Incluso propone prohibir la representación de la Tetralogía de Wagner ¡al menos durante cincuenta años! (p. 66).
Sin embargo, siguen valiendo sus advertencias contra la expansión del poder político, la cobardía de los intelectuales que lo secundan, y la sumisión de los ciudadanos ante la disciplina y la autoridad del Estado.