Lo más interesante del Primero de Mayo no fue la relativamente escasa movilización. Sabemos que la desconexión entre los sindicatos y los trabajadores es tal que a las manifestaciones no van ni siquiera todos los liberados. Tuvo más interés la lista de agravios, la más copiosa y nutrida que yo recuerde desde los años 1970.
El apoyo a los políticos independentistas presos no fue una muestra única de desconcierto, sino el último acto de engrosamiento de esa lista que incluye hoy prácticamente cualquier cosa. Los sindicatos, que hace poco “luchaban” por subidas salariales y mejores condiciones de trabajo, ahora presentan un catálogo de reivindicaciones que incluye desde la violencia doméstica hasta la desigualdad, y desde la brecha salarial hasta la ecología y el cambio en el Código Penal. Y últimamente se han vuelto los adalides de los pensionistas.
La realidad no los respalda, y los sindicatos no reconocen la contradicción entre sus consignas y sus propuestas. No es verdad, por ejemplo, que España sea un país muy desigual, ni que la situación económica y laboral de las mujeres sea particularmente mala, ni que los pensionistas hayan sido los mayores perjudicados con la crisis económica. Y, desde luego, es llamativo que unos grupos supuestamente representativos de los trabajadores reclamen medidas de aumento del gasto público —por ejemplo, para pagar más a los pensionistas—, medidas que necesariamente comportarán un empobrecimiento de esos mismos trabajadores, a los que el poder crujirá con aún más impuestos.
Y, por fin, en toda la prédica sindical en pro de un mayor “gasto social” se ignora que eso no es lo que demanda la sociedad. Por activa y por pasiva los trabajadores han dejado claro que no quieren pagar más impuestos. Informó LA RAZÓN ayer de algo que pocas veces se escucha de labios de líderes sindicales: los españoles valoran el Estado de bienestar, pero casi dos de cada tres rechazan financiarlo con más presión fiscal. La mayoría del pueblo no se cree las bondades de las políticas que les arrebatan el fruto de su trabajo con la excusa de “luchar contra las desigualdades”. No se creen el lema de ayer: “O hay reparto de riqueza, o hay conflicto”. Es el típico chantaje de quienes no tienen nada que decir.
Los sindicalistas, que no son tontos, saben todo esto, igual que saben que el respaldo que les brindan los trabajadores lleva décadas disminuyendo, en España como en otros países. Incapaces de brindar un nuevo discurso, porque tendría que ser liberal para recuperar el apoyo perdido, no se les ocurre más que la táctica de la centrifugadora, dando vueltas y vueltas con más y más consignas, en desesperada búsqueda de evitar la ruina, es decir, de impedir que la gran masa del pueblo se dé cuenta de que están desnudos.
Ahora bien, el que la propia lista de agravios revele la endeblez de su discurso no indica que tal circunstancia sea un monopolio sindical. Si observamos el mundo político, la esterilidad intelectual es también la norma, como la demagogia y la clamorosa contradicción de objetivos. Y no solo en la izquierda.