Una antigua distorsión del liberalismo es equipararlo con una anarquía anómica, una comunidad sumida en el caos, sin reglas ni normas de ninguna clase. Resumió con acierto esta ficción Juan Manuel de Prada al afirmar que el concepto liberal de la libertad “exhorta al hombre a deshacerse de todos los impedimentos que dificultan el proceso de fortalecimiento de su individualidad soberana”.
El liberalismo no es eso. Desde el primer párrafo de La teoría de los sentimientos morales de 1759, Adam Smith insiste en que la ética no brota de individualismos exacerbados sino de sentimientos comunitarios: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla” (Alianza Editorial, pág. 49).
Y desde Smith hasta Hayek numerosos liberales han subrayado una y otra vez que la libertad no tiene sentido si es interpretada como una juerga sin restricciones. Los grandes pensadores de la libertad en los años que separan al filósofo escocés y el economista austriaco también destacaron la necesidad de entender la libertad como un marco de normas, y desde Tocqueville a Lord Acton jamás habrían aceptado interpretar la libertad como “deshacerse de todos los impedimentos”.
Otra de las ideas de la Ilustración escocesa que llega hasta el liberalismo de nuestros días es el recelo ante la razón, ante la “fatal arrogancia” de pretender cambiar la sociedad de arriba abajo y darle la vuelta como si fuera un guante. Asimismo, respaldaban los escoceses los valores, las tradiciones y las instituciones que limitan la conducta humana, y que están “entre el instinto y la razón”, como insiste Hayek en su último libro del mismo título: La fatal arrogancia. Los errores del socialismo (Unión Editorial).
Entonces ¿cómo explicar la persistencia de esa visión anarquizante y equivocada del liberalismo? Una hipótesis puede ser, por recordar a Fromm, el miedo a la libertad, la ancestral idea de que los seres humanos somos fundamentalmente malvados y nuestras propensiones nos impulsan a la destrucción, salvo que nuestra libertad sea “hobbesianamente” recortada por el poder.
Otra hipótesis puede ser la hostilidad entre el liberalismo y la religión, que proviene del siglo XIX y es hija de la corriente más racionalista del liberalismo, de la que tuvimos importantes muestras en España, y que cometió el gravísimo error de apoyar tanto la desamortización, como si no importara la violación de la propiedad privada, si es de la tierra (el error se remonta a Locke), como la expulsión de la Iglesia del campo educativo, prólogo a la nefasta usurpación de dicho campo a cargo del Estado.
Gracias a Dios, esa incomprensión mutua entre Iglesia y liberalismo se ha ido superando en nuestro tiempo: destaco en ese sentido la labor del Instituto Acton en EE UU (y también en la Argentina), y del Centro Diego de Covarrubias en nuestro país.
(Artículo publicado en La Razón.)