Bastantes liberales somos economistas, lo que puede conspirar contra nuestros ideales, porque las ideas de los economistas, como sentenció el Premio Nobel James Buchanan, “no son fácilmente trasladables a imágenes populares”.
Se necesita una visión liberal que sea grata desde la perspectiva “romántica, estética y moral”. El liberalismo puede reivindicar la paz, la autonomía personal y la prosperidad, y puede demostrarse que sus principios las promueven más que los principios antiliberales. Y, sin embargo, no abundan las muestras culturales en favor del comercio y el capitalismo. Hay muchísimas, en cambio, que saludan a todas las variantes del socialismo. “El liberalismo, al menos el liberalismo económico, tiene un problema de imagen”.
Durante la expansión del liberalismo, en los siglos XVIII y XIX, muchos liberales no prestaron atención suficiente a los límites del poder: pensaron que estaban garantizados por las constituciones. Pero ninguna constitución ha restringido realmente el poder.
Buchanan sugiere que la clave es que no se habló de justicia. “La injusticia de la distribución capitalista inspiró entonces la visión socialista”. Se animó la idea de un Estado benevolente, con altura intelectual y moral: de ahí había un paso para que se lanzara a controlar vidas y recursos de sus súbditos. Según el Nobel: “el fallo del liberalismo clásico es su incapacidad para ofrecer una alternativa satisfactoria ante la ofensiva socialista-colectivista reflejada en el extendido deseo de un papel paternalista para el Estado”.
Los intervencionistas nos miran por encima del hombro a los liberales, y pretenden ser éticamente mejores que nosotros, porque se ocupan “de las necesidades de la gente”. ¿Quién va a defender los desahucios o que le corten la luz al que no paga? Ante la demagogia antiliberal, que siempre ignora los costes de las medidas supuestamente generosas que promueve, dice Peter Boettke, de la George Mason University, que no vale limitarse a argumentar que los mercados funcionan mejor sin intervención estatal.
Hay profundas cuestiones morales que no pueden descuidarse, y que tienen que ver con el aprecio por la libertad y el rechazo a la intimidación y la coacción del poder. No es un tema exclusivamente económico. Se trata de la dificultad, rayana en la utopía, de lograr que no estemos en contra del poder cuando hace las cosas mal, sino también cuando las hace, o pretende hacerlas, bien.