La libertad es a menudo considerada inalcanzable. Así, se nos aconseja que seamos realistas y aceptemos los recortes de la misma que animan los grupos de interés y perpetran las autoridades. Los enemigos de la libertad se proclaman liberales, pero, eso sí, centristas y moderados, porque, ya se sabe, hay que armonizar intereses contradictorios, etc. A los liberales, por regla general, se nos expulsa fuera de las fronteras de la mesura y el realismo: somos liberales de salón, de torre de marfil, utópicos, ultraliberales, etc.
Esto equivale a confundir la meta deseada con la estrategia a seguir para alcanzarla. Las metas de los liberales son realistas: podrían implantarse sin dificultad si un número suficiente de personas convinieran en ello. El liberalismo, por tanto, no es utópico ni es irreal, porque depende de la voluntad de la gente.
En cambio, los objetivos de la corrección política (acabar con la pobreza aumentando los impuestos sobre los ricos, por ejemplo), sí son utópicos porque son irreales y no dependen de la voluntad humana, igual que no alcanza con la voluntad para lograr que todos seamos buenos clarinetistas.
El objetivo de la libertad es realista. No lo es, en cambio, asegurar que será un escenario universal mañana por la mañana.
Conviene distinguir ese objetivo de la estrategia: ésta puede ser gradual, aquél no. La moderación analítica no tiene mérito. Como dijo Rothbard: “el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica”.
(Artículo publicado en La Razón.)