Hace medio siglo, cuando era un joven estudiante de Economía en la Universidad Católica Argentina, en mi Buenos Aires natal, leí un libro de un historiador económico, de cuyo nombre no quiero acordarme, que afirmaba que la crisis de 1929 se produjo porque quebró un especulador en Nueva York.
El tiempo transcurrido no nos ha vacunado contra errores de este tipo, que brotan por regla general del mundo académico, y se filtran naturalmente hacia la política, la cultura y los medios de comunicación, todos ellos también ávidos de explicaciones fáciles, recetas de sentido común y chivos expiatorios claramente delineados. Así, pude ver este domingo en El País un titular que proclamaba que el derrumbe de Lehman Brothers hace diez años “provocó la Gran Recesión”.
La insuficiencia de esta explicación, como la de mi viejo manual de historia económica, salta a la vista: es absurdo atribuir un descalabro en los mercados de esa magnitud limitándose a los fenómenos más inmediatos
Hablando de mercados, la otra equivocación típica a propósito de la crisis es que “puede leerse como un fracaso devastador del libre mercado”. Esto es tan absurdo como lo anterior.
La crisis de 2007 tuvo que ver con una política monetaria expansiva desarrollada por la Reserva Federal y otros bancos centrales, como el Europeo, que desató una ola de liquidez con tipos de interés artificialmente bajos, que alimentaron un endeudamiento privado excesivo y que terminó en una burbuja de activos, inmobiliarios y de otro tipo.
Por lo tanto, ni el mal se desató por culpa de la caída de Lehman, ni tuvo que ver con el fracaso del mercado libre, porque su causa fundamental fueron las intervenciones políticas de organismos públicos.
El no reconocimiento de esta visión más amplia y realista de la crisis conduce a la corrección política a pensamientos algodonosos, como cuando asegura que la caída de Lehman desencadenó la gran recesión y al mismo tiempo que la intervención impidió un colapso mayúsculo, como si la intervención no tuviera que ver con Lehman, siendo así que siempre se reconoce que fue precisamente el Estado norteamericano el que dejó caer a Lehman.
Lo asombroso es que los medios supuestamente críticos sigan al pie de la letra lo que el poder les dicta. Proclamó Ben Bernanke: “Estuvimos extremadamente cerca de un colapso financiero global”, y repite El País: “solo la intervención decisiva y globalmente coordinada de los Gobiernos y los bancos centrales detuvo el pánico”.
Están encantados porque los odiosos banqueros apoyan los rescates y critican la desigualdad, como si algún banquero alguna vez desoyera los mensajes del poder de quien depende su supervivencia, y porque “supuestos liberales” como G.W.Bush declarasen: “Si no se afloja la pasta, todo podría irse al infierno”.
Los que escriben en la prensa convencional repiten que todo el mundo puede quebrar, menos los bancos, y no reflexionan sobre por qué es así. Repiten que “la capacidad autodestructiva de las finanzas amenazó con llevárselo todo por delante”, y no se detienen a pensar en por qué esto es tan evidente.
El creer a pies juntillas lo que afirma el poder se refuerza en el caso de la banca no solo por “el carácter misterioso del dinero”, del que habló Hayek, sino porque, vaya por Dios, el mismo poder se ocupa de agitar ante nuestros ojos la supuesta prueba de la necesidad perentoria de su intervención. Esa prueba es Lehman. Viene a ser como si los poderosos nos dijeran: “¿No lo veis? Si no hacemos nada, se caen los bancos, y si se cae uno se caen todos. ¿No es acaso imprescindible nuestra intervención, por vuestro bien?”.
Y todos asienten, claro. ¿Cómo pensar otra cosa? Es arduo reconocer que nada de lo que nos dicen es realmente incuestionable, y que Lehman no fue más que una supuesta prueba de lo que muchos quería creer, y sobre lo que no juzgaban necesario investigar, porque esa prueba lo demostraba todo, lo ratificaba todo, y clausuraba toda discusión.
A este autoengaño se van sumando más piezas, en particular la fabulosa ficción que prepara el terreno para que, cuando venga la próxima crisis, que vendrá, puedan echarle la culpa otra vez a la libertad. En ese caso el camelo es: “el lobby financiero (con 2.000 expertos en Washington y casi 1.500 en Bruselas, nada menos) ha impedido reformar de veras las finanzas”. Recuérdelo cuando estalle la crisis y, como siempre, nadie le eche la culpa a la intervención de las autoridades. Todo será culpa del mercado libre, que sigue siendo libre porque los malvados empresarios y sus esbirros “expertos” han impedido la mayor intervención. Como si no hubiese intervención política ahora y siempre, y cada vez más. Como si realmente hubiese un poder económico superior al poder político, como si realmente usted, señora, señor, dependiese del Banco Santander y no del Estado y sus instituciones coactivas y monopólicas.
Y habrá, como siempre, pruebas definitivas de que, ahora sí, ahora sí es necesaria la intervención para evitar males mayores. Esas pruebas, que señalan a los culpables e identifican a los redentores, tienen habitualmente una consistencia análoga a la del pañuelo de Desdémona a la hora de demostrar su infidelidad.