Pedirles a los bancos centrales que nos ayuden a salir de la crisis es como pedirle al conde Drácula que contribuya a mejorar la seguridad en Transilvania. Sin embargo, una y otra vez persistimos en acudir a ellos como si fuera demiurgos que todo lo crean y armonizan. Un buen antídoto para semejante fantasía es el libro de Daniel Lacalle: La gran trampa, que publica Deusto, con el aclaratorio subtítulo de: Por qué los bancos centrales están abonando el terreno para la próxima crisis.
Saludablemente incorrecto, el doctor Lacalle nos invita a cuestionar los saberes establecidos. De hecho, habla de la “mal llamada crisis financiera”, porque nos centramos en el efecto, no en la causa. El síntoma fue la caída de las bolsas, los bancos y las empresas, pero la causa fue la represión financiera, es decir, la reducción artificial de los tipos de interés y el aumento de la liquidez para forzar a los agentes económicos a asumir riesgo, a invertir, con la idea de que los desequilibrios creados se compensarían en el futuro con crecimiento y empleo. La enfermedad es incentivar a tomar más riesgo por menor rentabilidad, y la desatan precisamente los bancos centrales, brazos monetarios del poder político, un poder que pretende ayudarnos pero que en realidad nos intoxica para cubrir problemas estructurales que prefiere no abordar.
Es una genuina intoxicación, y Daniel Lacalle habla del “gas de la risa monetario”, porque da la sensación de euforia, pero no arregla el problema de fondo: no es más que un efecto placebo que sólo lo perpetúa. El origen de la última crisis, como de tantas otras, fue el masivo aumento del riesgo provocado por la manipulación de la cantidad y del precio del dinero.
El contenido de las burbujas infladas por las autoridades monetarias puede cambiar: antes de 2008 la burbuja fue inmobiliaria, y ahora asistimos a una burbuja de deuda, pero los responsables siempre son los bancos centrales con sus políticas expansivas.
El autor subraya además que la desigualdad, frente a la cual los poderes públicos pretenden luchar, se agrava por esas políticas monetarias. Los salarios no suben y la represión financiera tiende a beneficiar a los ricos, y en especial al más rico de los ricos: el Estado.
Concluye el doctor Lacalle que la política de tipos de interés cero y los programas de adquisición de activos de los bancos centrales han demostrado ser más favorables para los activos de riesgo y los unicornios financieros que para los trabajadores, los ahorradores, las empresas y el mercado laboral. Los bancos emisores quedaron atrapados en su propia política porque no retiraron el estímulo por miedo a que el mercado se desplomase a causa de las elevadas valoraciones creadas por esa propia política.