A menudo elogiamos el papel económico del Rey haciendo referencia a sus gestiones para la promoción de la acción exterior de nuestras empresas. Esto es indudablemente cierto. Como primer embajador de España, don Juan Carlos ha facilitado la labor de las empresas españolas en todo el mundo, lo que siempre es importante, y más aún en los últimos años, en los que hemos apreciado la dimensión crucial de la internacionalización empresarial de nuestro país.
Pero también hay algo más, más de fondo y más relevante, también en su dimensión económica y empresarial. La monarquía es una institución, es decir, es un marco previsible y no arbitrario de nuestra convivencia. Esto podrá parecer abstracto o incluso inane, pero no lo es. Ni para lo bueno, ni para lo malo. (Cf. La monarquía como marca.)
Las instituciones potencian…o arruinan
Nuestra actividad se potencia si las instituciones existen y funcionan, y se dilapida y arruina si no existen o funcionan mal. Pensemos en lo que significa, por ejemplo, que el poder pueda sin previo aviso y sin castigo alguno arrebatarnos toda la propiedad que tenemos, y quebrantar todos los contratos que entablamos. Esa es la diferencia entre la ruina y la prosperidad de una comunidad.
Si observamos la monarquía, vemos que su funcionamiento obedece o debería obedecer a reglas que conocemos y que el poder no cambia, o cambia con dificultad. Puede haber decisiones extraordinarias, como una abdicación, pero ni siquiera eso debería comportar el abandono de la normalidad institucional. Y dicha normalidad reviste también una dimensión económica que no cabe ignorar.
(Artículo publicado en La Razón.)