En el XXI Congreso Nacional de la Empresa Familiar, clausurado ayer en Valencia, se habló mucho de la imagen de los empresarios. El presidente de Mercadona, Juan Roig, que pronunció una conferencia sobre el orgullo de ser empresario, preguntó: “¿Cómo es posible que los empresarios estemos orgullosos de serlo y la sociedad no nos reconozca?”. Su diagnóstico fue que la imagen empresarial no es buena porque “no salimos a dar la cara. Nos da mucho miedo salir a decir que somos empresarios”. Es un mensaje importante, y acertó Roig al subrayarlo, instando a sus compañeros a “salir del armario” y explicar que los empresarios son los creadores de riqueza y empleo.
Ahora bien, no cabe engañarse sobre la dificultad del empeño. La mala imagen de los empresarios no es un fenómeno superficial ni reciente sino el resultado de una larga historia de confusiones y distorsiones sobre la economía, que ha desembocado en la demonización del capital, la empresa, y todo lo que tiene que ver con el comercio y el mercado, y las instituciones de las que provienen, a saber, la propiedad privada y los contratos. Es cierto que esa imagen ha mejorado relativamente en las últimas décadas, pero en absoluto se ha revertido. Y la crisis económica, como siempre sucede, ha vuelto a alentarla.
La triste realidad es que la empresa es censurada en múltiples ámbitos, y desde púlpitos y cátedras y tribunas sin fin se anima una visión recelosa de los empresarios, que los retrata como gente de cuidado: a veces se admite que son necesarios, pero rápidamente se añade que deben ser controlados, regulados y sobre todo recaudados, por el bien de todos.
He dicho en alguna oportunidad que con las empresas no funciona el Estado de Derecho, porque en su caso no se presume la inocencia sino la culpabilidad. Si el empresario explota, engaña, empobrece y contamina, ¿cómo va a tener una imagen buena?
Es verdad, como dijo Juan Roig, que a los empresarios les da miedo decir que lo son, pero esto no es casualidad, porque ellos y toda la sociedad son continuamente bombardeados con mensajes negativos sobre el mercado, el capitalismo y las empresas.
Sospecho que será difícil contrarrestar estos retratos hostiles con paños calientes, a los que recurren a menudo los empresarios, cuando insisten en ideas del estilo de la “responsabilidad social corporativa”, como si los empresarios no fueran responsables y hubiera que forzarlos a serlo. Lógicamente, los que se ocuparán de forzarlos serán los políticos, los legisladores, los burócratas, los sindicalistas, etc., que, ellos sí, son siempre socialmente responsables.
Para reivindicar al empresario, conjeturo que esos grupos de depredadores, por utilizar la retórica épica de Ayn Rand, tienen que ser expuestos y censurados. Al mismo tiempo, me apresuro a reconocer que sólo los héroes estarán a la altura, y nadie puede pedir a nadie, y tampoco a los empresarios, que sean héroes. Bastantes problemas tienen ya.