Alexander Graham Bell inventó el teléfono; James L. Kraft, una técnica de pasteurización para el queso, y fundó una gran empresa; Ralph Baer es conocido como el padre de los videojuegos, un sector que mueve hoy 60.000 millones de euros; Michael Ter-Pogossian inventó la tomografía computada, vastamente empleada en medicina; Samar Basu desarrolló la tecnología de las baterías de litio recargables; Charles Simonyi hizo lo propio con varios productos de Microsoft Office. En un reciente trabajo recogido por el Instituto Cato se subraya que todos estos estadounidenses innovadores tenían algo en común: todos eran inmigrantes (U. Akcigit, S. Baslandze, S. Stantcheva, Taxation and the International Mobility of Inventors, noviembre 2016).
Desde hace tiempo se debate la relación entre la fiscalidad y los cambios de residencia de los contribuyentes, sobre todo los célebres, como Ingmar Bergman o Julio Iglesias. Los autores recuerdan un caso más reciente: el del actor francés Gerard Depardieu, cuando se instaló en Rusia. El New York Times publicó un artículo rechazando “el mito de que los ricos huyen de los impuestos” y Forbes utilizó el caso de Depardieu para responder con otro artículo titulado: “Lo sentimos, New York Times, pero la huida de los ricos por culpa de los impuestos no es un mito”.
Este estudio no se ocupa de artistas o cineastas sino de científicos. Los profesores Akcigit, Baslandze, y Stantcheva analizan los efectos de los tipos máximos del impuesto sobre la renta en la movilidad internacional de los inventores: “Empleamos un conjunto de datos internacionales de todos los inventores de las oficinas de patentes de EE UU y Europa para rastrear la ubicación internacional de los inventores desde los años 1970”.
Estos son los resultados: “Las superestrellas, el 1 % de los inventores más destacados resultan afectados significativamente por los tipos máximos a la hora de elegir dónde van a residir”. Como era de esperar, la reacción o “elasticidad” de los mejores inventores ante la fiscalidad es bastante más elevada en el caso de los inventores extranjeros.
La llamada “fuga de cerebros” es habitualmente condenada sin paliativos, como una pérdida absoluta para el país, también para su economía, y la solución más extendida y aplaudida es el incremento del gasto público. Todo esto, empero, es matizable. La emigración no debe ser condenada sin paliativos, porque ello equivaldría a ignorar la importancia de la acumulación de capital humano y económico de los propios inmigrantes. Pero lo más relevante a tenor del trabajo de estos profesores es la contradicción entre el diagnóstico del problema y su pretendida solución.
En efecto, si los científicos no son insensibles a la presión fiscal, lo que no tiene sentido es intentar atraerlos a sus países de origen aumentando el gasto público, es decir, aumentando los impuestos, que es precisamente un elemento que los alejaría de la posibilidad de retornar. “Estos resultados sugieren que, si la contribución económica de estos agentes clave es importante, sus respuestas migratorias ante la política fiscal pueden representar un coste de la progresividad tributaria.”
Cuando leo lo de «fuga de cerebros», nunca sé si la metáfora se refiere a «fuga de Alcatraz» o «este caño de agua tiene una fuga».
Lo primero sugiere una confesión de parte de que todos somos esclavos mientras no se demuestre lo contrario.
Lo segundo, mucho más preocupante, parece indicar que el hablante (o escribiente) cree que las actividades humanas (como por ejemplo, el ensayo y error que siempre precede a un invento útil) son tan automáticas y carentes de inteligencia y mérito como un chorrito de agua que se mueve por simple presión a través de un cilindro rígido.
Don Carlos, hay que hacer algo para humanizar las metáforas. Se ha impuesto la opinión de que lo humano no es esencialmente distinto de todas las demás cosas.