Leí hace un tiempo este alarmante titular en XL Semanal: “8.500 niños mueren de hambre cada día. ¿De quién es la culpa?”.
Lo primero que inquieta es la habitual noción de que si algo está mal es por culpa de alguien, es el énfasis en los resultados y no en los procesos, como advirtió Thomas Sowell. Pero vayamos al texto de la revista: “Más de 800 millones de personas pasan hambre en el mundo. Y más de veinte millones pueden morir de forma inminente. Ya. ¿Por qué la humanidad no ha logrado solucionar el problema más vergonzoso y urgente al que se enfrenta? Viajamos a cuatro países en busca de respuestas”.
Resulta que son países en guerra, o asolados por la corrupción, incluida la de las organizaciones humanitarias, como sucede en Haití. Parece razonable que en ese marco no haya prosperidad, aunque el artículo pone más énfasis en “el cambio climático, causado en su mayor parte por los países industrializados”. Esto es dudoso, porque el desarrollo económico está relacionado con un medio ambiente mejor, no peor. En cambio, lo que está relacionado con la prosperidad es el marco institucional y la libertad de comercio. De ahí que resulten perjudiciales las grandes y arbitrarias intervenciones políticas, que se dan precisamente en esos países tercermundistas, cuyas autoridades pueden echarle la culpa a la agricultura moderna, o proponer “prescindir de la ganadería”. A esto se une el buenismo universal que cree que la solución de la pobreza es frenar el comercio de alimentos, con la consabida excusa de la “especulación”; o apoyar una delirante autarquía: “La solución a este escenario es que los alimentos, en la medida de lo posible, deberían ser producidos en el mismo lugar donde son consumidos”.
Pero lo peor del artículo es no haber comprendido la ley de Spencer: “cuanto más se resuelve un problema, más arrecian las protestas sobre su empeoramiento”. El artículo transmite el mensaje de que el hambre es grave y se agrava, e ignora hasta qué punto se ha ido resolviendo. Nos quedamos con los 800 millones de hambrientos, y no nos enteramos de que esa cifra, que es una tasa de desnutrición del 11 % según la FAO, en 1970 era del 29 %. Si no somos conscientes del progreso, caeremos en la ingenuidad de pensar que los Estados deben simplemente “promulgar leyes contra el hambre”.