Durante mucho tiempo el antiliberalismo insistió en que el capitalismo empobrecía a los trabajadores. Seriamente, y hasta hace relativamente poco, los “socialistas de todos los partidos”, como los llamó Hayek, alegaron que la prosperidad que producía el liberalismo y sus instituciones, empezando por la propiedad privada y el mercado, no existía. La estaban viendo, y la negaban.
Al final, y después de haberse burlado de los economistas liberales que decían lo contrario, y de haberlos despreciado sin límites, hasta los marxistas tuvieron que admitir que, efectivamente, el capitalismo es bueno para los trabajadores y, en cambio, el socialismo real es catastrófico para los mismos obreros que pretenden representar y defender.
Agotado este camelo, los anticapitalistas volvieron a la carga, en particular cuando la caida del Muro de Berlín exhibió sin pudor sus vergüenzas. Rápidamente intentaron echar tierra sobre su siniestro pasado y procedieron a señalar nuevamente los peligros del capitalismo, que empezaron a llamar “globalización”. Todos los datos indicaban que la pobreza disminuía en el mundo, y entonces se aferraron a un nuevo invento: la desigualdad, presentada, otra vez, como un mal terrible e insoluble sin la expansión del poder politico y los impuestos. Igual que antes, sus cifras, presentadas siempre a bombo y platillo por los medios de comunicación como si fueran verdades reveladas (lo ha vuelto a hacer Oxfam hace pocos días), son más que dudosas.
Pero ¿qué sucede con la desigualdad en el largo plazo? ¿Tiene razón Piketty, el nuevo héroe antiliberal, y la desigualdad aumenta con el capitalismo, primero en el siglo XIX y luego en nuestro tiempo? Pues parece que no. Expertos como Peter H. Lindert y Jeffrey G. Williamson, no encontraron una tendencia definida en la desigualdad por países, pero en el mundo sí: “La globalización probablemente mitigó la mayor desigualdad entre las naciones que en ella participaron. Los países que más ganaron con la globalización son los más pobres que cambiaron sus políticas para aprovecharla, mientras que los que menos ganaron fueron los que no lo hicieron, o estaban demasiado aislados para poder hacerlo”.
O’Rourke y Williamson, por su parte, analizaron la transición desde un mundo, digamos, maltusiano, donde los salarios reales son función sólo de la dotación de factores, a un mundo moderno sin esa vinculación exclusiva. Lo que hacen estos autores es “presentar evidencias sobre otro fenómeno relacionado con este: la dramática reversión en las tendencias distributivas que tuvo lugar a comienzos del siglo XIX: la relación salarios/rentas de la tierra pasó de caer agudamente a largo plazo a subir marcadamente a largo plazo”.
¿A qué se debió este fenómeno? La explicación habitual sería la Revolución Industrial, que es lo destacado por los teóricos del crecimiento endógeno. O’Rourke y Williamson, en cambio, presentan datos para sostener otra hipótesis: “tan importante como eso fue otra cosa: la apertura de la economía europea al comercio internacional”, es decir, la globalización decimonónica que claramente se produjo en las décadas siguientes a Waterloo.
(Artículo publicado en La Razón.)