Los enemigos de la libertad aborrecen las instituciones que median entre el poder y sus súbditos. Desde los valores morales hasta la propiedad privada, desde el matrimonio y la familia hasta las tradiciones populares, desde la religión hasta el ahorro personal y familiar, todas esas “fortalezas privadas”, como las llamó Schumpeter, son acosadas por los bárbaros en nombre del progreso. Su objetivo es dejar al individuo solo, indefenso, con la única protección del Estado. Pero el Estado no puede protegernos de todo. Y, lo más importante: el Estado nunca nos protege de él.
Por esa razón, el liberalismo nos pone en guardia frente a los intentos de socavar tales fortalezas, y en particular frente a los movimientos que recortan la libertad en nombre de esa misma libertad, y que terminan empobreciendo e incluso asesinando a los trabajadores en nombre de esos mismos trabajadores, como llevan haciendo el socialismo y el comunismo desde hace al menos un siglo.
La preservación de esas instituciones –lo que está “entre el instinto y la razón”, como dice Hayek– es lo que acerca a los liberales a los conservadores, y los aleja de los socialistas de todos los partidos, por seguir con Hayek, que no titubean en cambiar la sociedad como si fuera plastilina.
En Reflections on the Revolution in France de 1790, Edmund Burke critica ese ensayo socialista que fue la Revolución Francesa, y que mostró hasta qué punto los intentos de transformar la sociedad en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, puede acabar quebrantando dichos ideales.
Todos los riesgos que representó después el socialismo están allí expuestos con mayor o menor detalle, empezando por la violación de la propiedad, tanto más fácil cuanto más colectiva sea la usurpación. Ese colectivismo animaría a los que “no podían ver las propiedades ajenas, fuesen seculares o eclesiásticas, sino con ojos de envidia; hombres, de quienes muchos por la más ligera esperanza de lograr la más pequeña parte en el pillaje, se unirían prontamente luego que se diera el primer ataque a la masa de la riqueza pública, de la que nunca podían prometerse participar sino en el caso de una desolación general”.
Otro aspecto notable es el daño que ocasionan los líderes que pretenden dirigir a los ciudadanos: nótese que prácticamente ninguno de los héroes del socialismo y el comunismo fue un trabajador. Eran por el contrario, casi siempre burgueses que despreciaban su grupo social. Dice Burke que los afectos sociales empiezan en el pequeño cuerpo o grupo o fortaleza privada de cada uno (“the little platoon”), y que roto ese eslabón no hay forma de amar realmente al pueblo, la patria o al género humano.
Cuando vemos los desastres ocasionados por todas las variantes del socialismo conviene recordar que están vinculados con el desprecio de esos valores, tradiciones, instituciones y derechos individuales que operan como fortalezas privadas frente a la opresión pública. Una larga historia prueba que su derribo jamás ha beneficiado al pueblo en cuyo nombre es perpetrado.
(Artículo publicado en La Razón.)
Efectivamente son los valores lo que fortalecen al individuo para hacer frente a los vaivenes de la vida, pero también los que no permiten que el prójimo quede desamparado, así como la generosidad o la caridad; ¡pero que es eso de caridad! -dirían los enemigos de la libertad- ¡eso es humillar a los desfavorecidos, lo que hace falta es justicia social! Es decir, quitárselo a los ricos para dárselo a los pobres, que para eso están ellos.
Efectivamente, los enemigos de la libertad sistemáticamente devalúan todos los impulsos humanitarios en la sociedad civil.