El pensamiento único rechaza toda noción de orden espontáneo con la asombrosa idea de que se necesitan reglas, como si los órdenes espontáneos careciesen de ellas. Todos, por supuestos, las tienen, porque si no no serían órdenes. Y no hay mercados que funcionen como la ley de la selva, porque, como cualquiera sabe, en la selva no hay mercados.
Una vez me dijo un amigo: “los liberales no queréis que haya ni semáforos”. Le respondí que la verdad es justo la contraria: queremos semáforos y queremos reglas como las de los semáforos, útiles mecanismos de asignación de la escasez, que son ejemplo de regulación liberal, porque el Estado se ajusta a imponer una regla nada arbitraria, completamente predecible y que le impide discriminar entre las personas.
Obsérvese lo pequeño que sería el Estado si no discriminase. Y el semáforo nunca discrimina: el que está primero sale primero, y después el de detrás; nadie pregunta si uno es rico o pobre, joven o viejo, español o extranjero, mujer u hombre: todos se atienen a una regla que es exactamente la misma para todos. Así son las reglas liberales: de sencilla comprensión, ejecución barata, fácil consenso y que no requieren de amplias e intrusivas burocracias discriminadoras.
Hace cuarenta años, cuando llegué a España, fui un día a hacer la compra a una galería de alimentación de la madrileña calle de José Silva. Mi mujer se había quedado en casa con nuestros niños pequeños, y me pidió, entre otras cosas, que comprara pollo. Me acerqué a un puesto donde había tres señoras charlando, mientras un señor detrás del mostrador cortaba y envolvía. No había números y yo no sabía qué clase de orden había allí, así que me puse junto a ellas, como si hubiese una cola, que en realidad no había. Llegó una cuarta señora y preguntó “¿quién es la última?”. Comprendí de qué se trataba y le respondí: “la última soy yo”.
Las mujeres sonrieron y me explicaron qué era dar la vez, una bonita institución espontánea inventada por los españoles, posiblemente porque, al ser un pueblo viejo y muy civilizado, valora sobremanera el hábito de hablar. La vez, al contrario que otros sistemas asignativos, como las colas, facilita considerablemente la conversación.
Así, mientras nos aseguran que no podemos organizarnos para convivir, la historia de las normas prueba lo contrario, y desde muy temprano apuntaron a preservar la propiedad privada y a ordenar la convivencia mediante reglas, es decir, precisamente lo que el intervencionismo ilustrado más racionalista negó que fuéramos capaces de hacer.
Esa negación fue el primer paso, al que siguieron otros, letales para la libertad, como que la justicia requiere la violación de las normas que no discriminan. Y la guinda final, en las antípodas de la institución de la vez, fue que dichas violaciones ostentan una primacía ética. Si la coacción del poder político es saludable, incluso moralmente, ¿por qué limitarla?