En su libro El retorno de los chamanes, el politólogo Víctor Lapuente habla de un nuevo fantasma que recorre Europa, el fantasma del populismo, y denuncia sus mitos, empezando por el adanismo. En efecto, se creen unos renovadores de la política, que luchan contra una casta de ladrones que han secuestrado el poder. “No se enfrentan a otros partidos políticos parecidos, sino a los intereses fácticos que controlan la política”. De hecho, procuran distanciarse tanto de los partidos tradicionales que no emplean la palabra “partido” para sí mismos, sino otras categorías como “movimiento”. Pero, como se recordará, esa misma expresión, y esa misma idea, fue empleada hace mucho por Franco, Perón, y otros.
Desde su aspecto hasta sus ideas, los populistas son cualquier cosa menos una novedad. Joaquín Costa reclamaba que los políticos vistieran como el pueblo llano, “frente a las levitas, los chaqués y las chisteras”, y arremetió contra “el capitalismo y la libertad económica, instrumento atroz de esclavitud de las masas desposeídas y hambreadas”.
En su demagógico intervencionismo, los populistas van más allá de los partidos conservadores o socialistas, dice Lapuente: “No quieren protección (una palabra que apenas usan, porque suena a caridad), quieren justicia social. Rediseñar la sociedad para que sea verdaderamente justa”; porque el mundo es injusto y “hay unos sujetos responsables de esa injusticia, con los que hay que ajustar cuentas: ellos son los que pagarán la factura de nuestra seguridad, no la pagarán los ciudadanos medios con sus impuestos”.
Como ha sido señalado más de una vez, el populismo es transversal, en el sentido de que puede atraer a fascistas y comunistas al mismo tiempo; es lógico, por ejemplo, que Sáenz de Ynestrillas haya mostrado su cercanía con Podemos; fascistas y ultraderechistas están con Podemos, porque “el fondo de su mensaje es muy parecido: protegemos a la patria frente a las agresiones externas”. Ya hemos señalado en esta columna con anterioridad la confluencia en Europa entre los parlamentarios de Podemos y los de la ultraderecha de Marine Le Pen, que siempre votan juntos contra el libre comercio.
La patria es un lugar común del populismo. La siniestra dinastía Kirchner acuñó la consigna “Patria o Buitres”, mientras sus secuaces robaban a mansalva. Apunta Lapuente: “los partidos del fantasma aman mucho a su patria, pero, aunque intentan vestir su patriotismo con ropa moderna, siguen apelando al instinto primario del nosotros contra ellos. Hablan de un futuro nuevo, pero su política es la más antigua: poder duro para un Gobierno que nos defienda a todos con el puño”.
Envueltos en humaredas políticamente correctas, los populistas no tienen propuestas sino consignas sin contenido concreto (“democratizar la economía”) o directamente negativas: “En lugar de ser constructivos y perderse con los detalles de las políticas concretas, utilizaron la estrategia negativa: señalar a los culpables. A corto plazo, la ira motiva más que la reflexión”.