Hace años le arranqué una carcajada a Pepe Barea cuando, en un acto académico en el que participábamos ambos, proclamé que era incorrecta la famosa frase de Felipe González sobre Manuel Fraga: “le cabe el Estado en la cabeza”. Sostuve que en realidad, le cabía, le cupo siempre, a él, a José Barea Tejeiro.
Estuvo toda la vida -una vida larga y fructífera que por desgracia acaba de terminar- en el Estado, toda la vida estudiándolo y toda la vida reclamándole disciplina, contención y honradez.
Para la opinión pública, Barea fue sobre todo conocido a finales de los años noventa, cuando fue nombrado director de la Oficina Presupuestaria de la Presidencia del Gobierno, en la primera legislatura de José María Aznar. Los economistas, por supuesto, le conocíamos desde mucho antes, por sus numerosos y documentados estudios sobre el sector público español.
Otro veterano y distinguido economista, Juan Velarde, escribió sobre él: “La competencia le acabó por llevar a una brillante cátedra en la Universidad Autónoma de Madrid. Su patriotismo, a dimisiones ruidosas, a advertencias molestas para los conformistas y a un apostolado continuo en la prensa”.
En realidad, no parece a simple vista que debería haber tenido ningún problema. Después de todo, fue un hombre honrado que apelaba al sentido común, y pedía por tanto el control del gasto público, de la deuda pública, el equilibrio presupuestario, y una economía más dinámica y eficiente. Sin embargo (es decir, por eso mismo), se convirtió en el pim pam pum. La izquierda le hizo la vida imposible, pero a la vez transparente, puesto que los papeles de su oficina aparecían en esos años mágicamente en poder del PSOE al poco tiempo de haber sido escritos. Los propios –¡cuerpo a tierra que vienen los nuestros!– desconfiaron crecientemente de él, como era, por otra parte, lógico y natural.
Al final se fue, claro, pero no cejó en su empeño. Hace pocos meses, a finales del año pasado, declaró con tanta energía como descriptible éxito: “Hay que bajar los impuestos ya, sin esperar a 2015”.
(Artículo publicado en La Razón.)