La disrupción es la esencia del mercado. Es la competencia o la “destrucción creativa” de Schumpeter. O, modernamente, la “innovación disruptiva” de Clayton Christensen.
La tecnología promueve el crecimiento económico, pero no cualquier tecnología: los rusos estuvieron durante un tiempo adelantados a los americanos en la carrera espacial, y esto no significaba que fuesen más prósperos. Es clave un marco institucional que respete derechos individuales.
La innovación no se puede planificar, no se puede predecir. Si la innovación fuera predecible no sería innovación. El papel de las autoridades no es tener ministerios de Industria para organizarlo todo sino reprimir el autoritarismo y dejar actuar a los agentes en libertad.
Los avances tecnológicos aumentan la productividad, facilitan el ajuste entre oferta y demanda de los consumidores, y crean riqueza. Es verdad, como diría Schumpeter, que también destruyen. Los empresarios que no sigan el progreso técnico pueden quedarse atrás. Como dicho progreso se traduce habitualmente en bienes y servicios mejores y más baratos, las empresas no competitivas pueden acabar cerrando y desapareciendo. Otro tanto sucede con los empleos de muchos trabajadores, que pueden terminar siendo prescindibles.
Sin embargo, esto desemboca en más riqueza y más empleo. Si no fuera así, la tecnología ya habría liquidado el bienestar y los puestos de trabajo.
Lo que resulta difícil es evitar que los grupos de presión consigan a su vez el apoyo de los políticos para frenar la competencia y la innovación. La competencia siempre es disruptiva, pero eso no es argumento para bloquearla. Y no hay que olvidar que toda intervención pública en los mercados crea o fomenta grupos de interés.
El mercado no es un paraíso, y a menudo genera costes y conflictos que pueden ser onerosos y graves: lo complicado es evitar la tentación de resolver esos problemas con la intervención política, y resolver después los nuevos problemas que dicha intervención desata con aún más intervención. En el caso de las empresas la peor solución es que el Estado se ponga a elegir qué empresas van a sobrevivir; es un mal camino el seleccionar a los empresarios ganadores (picking the winners) o rescatar a los perdedores (bail out the losers). Hay que pensar en los ciudadanos, no en los productores; en los consumidores, no en los proveedores (de todo, incluido internet).
Es aconsejable también no apresurarse a estorbar a los innovadores, ni a encontrar “soluciones” fuera y en contra del mercado. Pensemos en el caso de la economía colaborativa y los problemas derivados de los robos en las casas alquiladas o los seguros de los coches compartidos en caso de accidente, y que algunas compañías no cubren, o problemas legales de realquileres o subarriendos.
Es tentador “resolver” problemas fiscales imponiendo más impuestos a todos. Por ejemplo, como dijo el Economist hace poco, no se puede tratar a los que alquilan sus casas o habitaciones en sus casas como si fuera el Ritz (más bien hay que tratarlos como un Bead & Breakfast).