En el lenguaje popular se establece a menudo la equivalencia entre corrupto y corrompedor: son iguales, se nos dice, el político o funcionario que cobra para conceder un permiso, privilegio o dinero público, que el ciudadano particular o empresario privado que paga para obtenerlos.
Pero es incorrecto aplicar al mundo de la política criterios propios de la sociedad civil. Si yo le robo a usted su reloj, y soy detenido por ello, sería absurdo que me defendiera ante el juez alegando que, como usted tiene reloj y yo no, ambos somos responsables de lo que ha sucedido.
En el sector público la situación es diferente. Recuerdo que en el primer libro de Hernando de Soto se probaba que no había forma de crear una empresa en el Perú si no era sobornando al menos a un funcionario. En tales circunstancias, o en otras análogas que la burocracia exhibe en tantos países, es patente que no vale equiparar en la condena al que da y al que toma.
Por añadidura, el profuso intervencionismo de los Estados modernos multiplica las ocasiones de corrupción, que a menudo son objeto de equívocas reparaciones que estriban en aumentar el intervencionismo aún más, lo que puede acabar por fomentar la corrupción en lugar de contenerla.
En suma, las relaciones de los ciudadanos con el poder político son peculiares porque lo son las características de éste, y conviene tenerlas en cuenta ante de solapar los quebrantamientos de las leyes, como si todos fueran idénticos.
(Artículo publicado en La Razón.)