Gracias a Javier Aguilar he leído una notable definición del comprador en La vida cotidiana en Babilonia y Asiria, del famoso historiador y arqueólogo francés Georges Contenau. En la página 89 del libro, Contenau nos explica que, en la antigua habla cotidiana babilónica, la palabra que designaba al vendedor significaba “el que da, el que entrega”. Pero la que designaba al comprador era “el que fija el precio”.
Esto es jugoso, porque muchos economistas convencionales nos dirán que el precio se determina en el mercado por la oferta y la demanda, y el comprador sólo lo fija cuando no existe competencia del lado de los demandantes. La situación es la inversa del monopolio, y recibe el nombre de “monopsonio”, es decir, cuando hay un solo comprador.
Se admite por regla general que el monopsonio es un fenómeno poco habitual. Para la opinión no profesional, es virtualmente inexistente, y la mayoría de las personas probablemente estarán tentadas a concluir que los precios en los mercados los “fijan” los oferentes y no los demandantes, que serían lo que los economistas en expresiva denominación llaman “precio-aceptantes”.
Y resulta que hace miles de años los babilonios decían que era el comprador el que fijaba el precio. No aceptaba el precio que planteaba el vendedor, no estaba en manos de los empresarios productores u oferentes. No estaba, en suma, a merced del oprobioso capital, que es lo que tantas personas han pensado que ocurre sistemáticamente, desde los asirios hasta nuestros días.
El propio Contenau reconoce lo extraño de esta idea, y su contradicción con la modernidad, y sin embargo subraya que es lo que sucede si no hay coacción. Es decir, si el comprador no está obligado a pagar. Nótese que esto es la esencia misma del mercado, o lo que se conoce como “soberanía del consumidor”. De hecho, si hay obligación, no hay mercado, del mismo modo que si hay fuerza, no hay contrato.
Esto lleva a una conclusión que es también contraria a la opinión predominante, a saber, que los compradores (también) se benefician en la compraventa. Esto es evidentemente así porque, si no están obligados, si eligen comprar, es porque valoran más la mercancía adquirida que el dinero entregado a cambio. En caso contrario, obviamente, no comprarían.
Esto mismo vale indudablemente para el vendedor. Porque en el mercado, en realidad, el comprador no fija el precio final a su entero arbitrio. Fija “su” precio, es decir, el precio al que él estaría dispuesto a comprar. También el vendedor lo hace, y establece aquel al que está dispuesto a vender. Si coinciden, se realiza la operación y ambas partes salen beneficiadas.
Habrá observado usted que no he abordado aquella circunstancia en donde no hay mercado, y prevalece la coacción estatal. Ahí sí que los precios realmente se “fijan” por una de las partes, y allí el beneficio de los ciudadanos es fundamentalmente más dudoso que en la vieja Babilonia.