John Maynard Keynes escribió en 1923 su Breve tratado sobre la reforma monetaria para criticar el patrón oro, “una reliquia bárbara”, y lo dedicó a los gobernadores de los bancos centrales, varios de los cuales habían desatado o estaban a punto de desatar graves episodios hiperinflacionarios en Europa. La Reserva Federal tenía entonces apenas diez años. El pasado 23 de diciembre cumplió un siglo.
En ese siglo las hiperinflaciones no han sido muy abundantes, aunque ha habido algunas (http://ow.ly/dBbAx). Ahora bien, la inflación fue una constante en todo el mundo, incluido el mundo desarrollado y supuestamente serio. Hasta la desvinculación completa entre el dólar y el oro, en 1971, la inflación en Estados Unidos fue del 3 % anual en promedio. Desde entonces se aceleró, y hasta la crisis actual alcanzó una media del 4,5 % anual. En sus primeros cien años la Reserva Federal ha conseguido que el dólar pierda un 95 % de su valor. ¿Cómo es posible que sea una institución tan prestigiosa?
Se dirá: los demás lo hicieron peor. Es cierto: la política monetaria fue mejor en EE UU que en Argentina o Zimbabue, pero fracasó en una de sus misiones fundamentales: mantener la estabilidad de precios.
Los Estados acabaron con el patrón oro
Esa estabilidad había sido la regla hasta que se fundó el banco central norteamericano, y en el siglo XIX el dólar mantuvo su poder adquisitivo, porque estaba ligado a un patrón metálico. Reconoció Keynes en el libro antes mencionado que la inflación en el Reino Unido desde el final de las Guerras Napoleónicas hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial había sido prácticamente nula: su vilipendiado patrón oro controló la inflación mucho más eficazmente que las instituciones políticas que acabaron con él: los bancos centrales.
La explicación del respeto que suscitan los bancos centrales, y la “Fed” en primer lugar, no puede deberse, pues, a que han cumplido su misión. Cabría objetar que tienen otras misiones, como mantener la estabilidad del sistema bancario y algunos, la Reserva Federal explícitamente, la promoción del crecimiento y el empleo. El patrón oro había sido incapaz de prevenir las crisis bancarias, que llevaron a episodios de pánico y quiebras, y a dolorosos ajustes en términos de paro. El metal precioso, así, fue acusado de no garantizar la estabilidad financiera y de imponer un sistema demasiado rígido y deflacionista ante las crisis.
Esta acusación animó las presiones para crear un prestamista de última instancia, y las que seguirían para acabar totalmente con el patrón metálico. En Estados Unidos, la Reserva Federal fue creada con el objetivo de brindar una “moneda elástica” que impidiera las carreras contra los bancos en dificultades. Pues bien, en esos ámbitos es difícil concederle una alta calificación. A poco de andar, la “Fed” infló una gran burbuja monetaria y crediticia en los años 1920, que estalló al final de la década. Una vez en los años 1930, su política restrictiva se combinó con un factor más importante: el proteccionismo y el intervencionismo de Franklin Delano Roosevelt para prolongar la depresión que, con subidas y bajadas, no terminó de quedar atrás hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, las políticas expansivas destruyeron el Sistema de Bretton Woods, nacido entonces y muerto en 1971. La inflación siguió, y siguieron las crisis financieras, como la de las Savings & Loans en los 1980 y los 1990. La impresionante ola de liquidez orquestada por los bancos centrales del mundo desarrollado, empezando por la Reserva Federal, estalló en 2007 y apenas estamos saliendo ahora de una grave crisis que se ha cobrado un elevado precio en términos de desempleo y empresas y bancos que han desaparecido.
Ahora sí que es la última crisis, de verdad,…
Cabe concluir conjeturando que la razón del respeto aún concedido a los bancos centrales subyace en su íntima relación con el poder, que por eso los creó, para que, como decía Keynes, nada “maniatase” a sus ministros de Hacienda, para gastar y endeudarse sin límites, para consolidar su poder y para permitirles presentarse como los que resuelven las crisis, cuando en realidad las crean, fomentan, profundizan y prolongan. En esta última hemos visto que la “Fed” y sus colegas de otras latitudes inflaron primero una burbuja de deuda privada y la sustituyeron después por otra de deuda pública, una deuda que se ha ido degradando y que, no se olvide, es el principal activo que sostiene el valor del pasivo que la “Fed” emite: el dólar.
Legiones de economistas desde Keynes han abogado por lo que ha sucedido: la creciente intervención del Estado en toda la economía, y muy particularmente en la moneda, la banca y el crédito. Muchos aseguran enfáticamente que los fallos del mercado impiden concebir otro sistema monetario que el cada vez más intervencionista que ha regido y rige en todo el mundo. Mientras tanto, las crisis se suceden pero, eso sí, podemos confiar, nos aseguran todos los bancos centrales, empezando por la Reserva Federal, que la actual sí será, de verdad, de verdad, la última.
(Artículo publicado en La Razón.)