Paso unos días en el Chile de mis antepasados Braun y Menéndez. Es un país con una tradición de estabilidad institucional superior a la media iberoamericana. Incluso la dictadura de Pinochet fue bastante extraña con respecto a los otros golpes militares padecidos en la región, porque dejó al país económicamente mucho mejor cuando terminó que cuando empezó. El general por fin se marchó, después de convocar un referéndum para preguntarle al pueblo si lo quería, y perderlo: otra insólita muestra del respeto chileno a las normas y las instituciones. Pero, tras su salida, las reformas económicas liberalizadoras se mantuvieron, en líneas generales, y la prosperidad del país andino no hizo más que crecer en las décadas que siguieron, bajo gobiernos democráticos de derechas y de izquierdas.
Sin embargo, las cosas parece que empiezan a torcerse. Justo ahora, cuando el populismo está de capa caída al Sur del Río Grande, incluyendo a mi Argentina natal, resulta que florece en América del Norte, en Europa y…en Chile.
La presidenta Bachelet está demostrando que, efectivamente, nunca segundas partes fueron buenas (salvo en El Padrino). Ha hecho parcialmente suya una importantísima reivindicación populista de la izquierda: acabar con el sistema privado de pensiones en Chile. Esas pensiones privadas son, en efecto, un baluarte de la libertad, la dignidad y la responsabilidad de las trabajadoras y los trabajadores. Todos los enemigos de la libertad, por tanto, tienen muy buenas razones para oponerse al desarrollo de unas pensiones cuyos dueños sean los propios pensionistas, que de esto y no de otra cosa va el tema de las pensiones privadas.
¿Cuál es la idea de Bachelet? Dada la popularidad del sistema privado en Chile, no se ha atrevido a liquidarlo de un plumazo, como hicieron los siniestros vecinos kirchneristas, sino que pretende socavarlo gradualmente, alegando que lo mantiene, pero lo “mejora”.
Su plan, convenientemente disfrazado de “fortalecer la solidaridad del sistema”, estriba en incrementar en 5 puntos la tasa de cotización actual, pasándola del 10 % al 15 % del salario. Pero dicho aumento sería sufragado por los empresarios. Esta es una clave del estatismo de todos los partidos: una supuesta “solidaridad” que depende de que algún otro pague, a la fuerza. Ahora bien, ese dinero no se asignaría a los fondos de los trabajadores que ahorran para su pensión, sino a un fondo supuestamente “solidario”, es decir, a merced de los políticos, que podrían decidir qué hacer a su gusto: o bien aumentar las pensiones actuales o guardarlo para complementar las pensiones futuras.
Se trata de un impuesto al trabajo, que conspira contra la creación de empleo, y también contra los pensionistas. De los fondos acumulados hoy por el sistema de capitalización chileno, sólo el 30% corresponde a los aportes de los cotizantes. El 70% restante es sólo rentabilidad, que se vería mermada si lo hacen los beneficios de las empresas por la nueva carga social. En un próximo artículo analizaremos las falacias con las que los populistas chilenos, y otros, apuntalan este ataque contra los trabajadores.