Hemos sabido, gracias al diario El País, el contenido de una carta que Felipe González preparó para enviar a Fidel Castro en octubre de 1990. Se trata de un ejemplo ilustrativo de los itinerarios que recorren los recelosos de la libertad en la batalla de las ideas. En particular, prueba que la caída del Muro de Berlín, aunque los socialdemócratas arguyeron que no iba con ellos, les representó una llamada de atención, porque la crítica al socialismo podía empezar en la URSS, pero también podía extenderse a las variantes más vegetarianas del antiliberalismo.
Así lo expresaba el entonces presidente González: “¿por qué sigo creyendo que el socialismo es la respuesta? ¿Ahora que tanto se habla del triunfo del capitalismo?”.
Ahí estaba la clave: evitar que el derrumbe de la versión genocida del socialismo contagiara a las demás. Para ello había que conseguir que las propias dictaduras comunistas, como la de Castro, se reformaran, alejándose del socialismo más brutal, pero en ningún caso pasando a la libertad capitalista. Por eso, Felipe quería decirle al tirano de La Habana que lo importante es contar con el Estado, que protege frente al peligroso mercado: cuida de los ancianos y los niños, brinda sanidad y educación y, naturalmente, lucha contra la desigualdad. Es muy interesante que González planteara ya estos topicazos dirigiéndose a Castro apenas un año después de la caída del Muro.
Le añade que a él le repugna la “corriente de pensamiento” que identifica “democracia y mercado”; al confundir “los valores con los instrumentos”, apuntaba que “es un nuevo fanatismo de sustitución del que combate: el fanatismo comunista”. Esto es una brillante y repetida mentira, que identifica el capitalismo como un extremo tan vicioso como el comunismo. La solución, por tanto, recae en una centrista socialdemocracia. También es notable la equiparación de la libertad con un instrumento, como si solo fuera un medio y no un fin, y el intento de preservar el socialismo a través de la democracia, cuando el socialismo consiste en la práctica en que la gente pueda elegir cada vez menos.
Carlos Solchaga, que habló con Fidel Castro sobre esto, nos permite entender por qué González finalmente no envió esa carta. Era inútil, porque el dictador se negó a las reformas, aunque fueran mínimamente liberalizadoras. Le dijo a Solchaga: “Sí, sí, pero que lo haga otro”.